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Las fuentes literarias de la guitarra flamenca (I)

Las fuentes literarias de la guitarra flamenca, primera mitad del siglo XIX (I)

Trabajo inédito del Dr. Norberto Torres Cortés de su tesis doctoral ‘De lo popular a lo flamenco: aspectos musicológicos y culturales de la guitarra flamenca. Siglos XVI-XIX’, Universidad de Almería, 2009. Ofrecemos la primera entrega de esta interesantísima investigación.

La Península Ibérica ve aumentar de forma inusitada la visita de extranjeros a principios del siglo XIX, y de forma paralela la publicación de libros de viajes por España. Como dato significativo, echando una ojeada al repertorio bibliográfico de Foulché-Delbosc1, del conjunto de 858 títulos sobre esta temática, 643 están fechados en el XIX. El otro gran repertorio bibliográfico, el de Arturo Farinelli2 tiene una proporción parecida (Bernal, 1985: 13). Como explicación a este fenómeno, Manuel Bernal (a quien seguimos en esta introducción) numera la exaltación de la literatura española del Siglo de Oro por parte del Romanticismo que convierte a España en país romántico por excelencia, el nuevo valor de la huella de la cultura musulmana a partir del cual se construye el cliché de país oriental y exótico, la idea de atraso, de país salvaje como consecuencia de la Guerra de principio de siglo, a la que se asocia la geografía agreste y el clima extremo, la incomodidad de las carreteras y hospedajes, con el peligro del asalto de bandoleros y ladrones. Todos estos ingredientes contribuyeron a dar ciertos atractivos aventureros a este viaje por el oriente de occidente. A ello cabe añadir la fuerte demanda en toda Europa de este tipo de literatura a lo largo del XIX, como lo confirman la cantidad de libros impresos y reediciones.

Aunque la clasificación temática resulta difícil, dado el carácter heterogéneo de este corpus, Bernal llega a proponer una cronología más o menos homogénea:

a)      Libros de viajes escritos antes de 1808. Prolongación de lo escrito por los ilustrados del siglo anterior.

b)      Libros de civiles o militares extranjeros que participaron en la Guerra de Independencia.

c)      Libros de los viajeros románticos. Escritos en el segundo cuarto de siglo, con obras maestras del género.

d)     Libros redactados con posterioridad a 1850. Pérdida progresiva del interés aventurero.

Al principio de siglo los viajeros británicos son los más numerosos, y disminuyen frente al aumento de viajeros franceses.

Entre la ruta habitual de este turismo erudito y burgués, Andalucía es la de mayor importancia, llegando al país por un puerto del Sur, recorren Cádiz, Gibraltar o Málaga, popularizando los ingleses la “ruta de los contrabandistas” con recorrido por Ronda, Málaga, Granada, Córdoba, Sevilla y Cádiz. Como vemos, Jaén, Almería y Huelva quedan fueran del interés de este turismo cultural que habla e idealiza a España en claves andaluzas.

Las obras escritas durante este periodo que aportan algún tipo de datos, ya han sido estudiadas por la flamencología3. Agrupan dos tipos de escritos: los costumbristas y los relatos de viaje. Sin embargo vamos a retomarlos, contrastando lo ya escrito sobre ello con el enfoque de nuestro estudio, analizar el paso de lo popular a lo flamenco en la guitarra.

Serafín Estébanez Calderón: El Solitario

La pasión de la burguesía del Romanticismo por el popularismo, exotismo y pintoresquismo atrajo a numerosos autores hacia los usos y costumbres de las clases populares, redactando un buen número de obras donde narrar detalladamente sus observaciones, en un género nuevo que pasará a ser calificado consecuentemente de “literatura costumbrista” o “costumbrismo decimonónico”. González Troyano explica el despertar de este género de la manera siguiente:

“Los cambios de valores que paulatinamente imponía la nueva sensibilidad romántica, los desplazamientos sociales –consecuencia de los relevos en el poder político y económico-, el abandono de un estilo de vivir y de sentir propio del campo en beneficio de la vida urbana, todo ello provoca en la década de los 30 y de los 40 del siglo XIX un cierto desasosiego en el escritor que se pretende testigo y notario de ese contorno movedizo. Puede pensarse, por tanto, que la literatura de intención costumbrista se despierta porque se presienten esas alteraciones en la sociedad española” (Estébanez, 1985: 11).

Este desplazamiento de la sociedad rural hacia zonas periféricas urbanas, propiciado por el cambio de sociedad de tipo medieval a otra moderna, con el paso del antiguo al nuevo régimen, es precisamente el contexto sociológico favorable para la aparición del género flamenco como subcultura urbana en algunas ciudades andaluzas, tal como lo analiza Gerhard Steingress (1991). Margarita Ucelay comentaba así en 1951 que:

“España, que hasta hacía poco había comenzado a cambiar de una manera tan rápida, que cuando en 1842 los escritores españoles miran a su alrededor en busca de los tipos de carácter autóctono que mejor pudieran representar la personalidad nacional, sólo les parece encontrar costumbres desvirtuadas y en vía de fusión en la gris uniformidad continental” (Ucelay, 1951: 136).

Conscientes de la inevitable desaparición de la sociedad del antiguo régimen, los costumbristas van a intentar petrificar el tiempo, “fijar lo perecedero”, una de las atribuciones de este género según Fernández Montesinos (Fernández, 1961: 83). Por este motivo, Alberto González Troyano, autor del estudio preliminar de las Escenas andaluzas en la edición Cátedra, nos llama la atención sobre las limitaciones de este género literario y nos invita a leerlo como la obra de coleccionistas deliberadamente parciales del mundo que fenecía, ya que ante las amenazas de todo tipo que iban a barrer lo tradicional y pintoresco,

“se desencadenó una especial predisposición hacia el coleccionismo por parte de estos escritores que intentaron recoger en sus cuadros de costumbres una serie de estampas y de tipos, aunque no con la intención del recopilador sociológico, sino más bien con un enfoque en el que apenas cabía distanciamiento al prevalecer en ellos una identificación en exceso afectiva, sentimental y casi autocomplaciente con lo narrado”   (Estébanez, 1985: 12).

Explica, por otra parte, esta corriente como una reacción nacionalista forzada por la considerada “deformación de la realidad” de los foráneos relatos de viajes, con el intento de poner las cosas en su sitio. Es así como estos dos tipos de género, el costumbrismo y los relatos de viajeros extranjeros, se complementan y nos aportan dos visiones sobre una misma realidad inmediata en rápida transformación.

Entre los escritores precursores de este género que se institucionaliza como tal en la década de 1830 con Mesoneros Romanos y Mariano José de Larra entre otros, destaca Serafín Estébanez Calderón El Solitario, “especialista” en costumbres andaluzas.

Nacido en Málaga en 1799, se le puede considerar como el burgués prototípico de este periodo en el que florece este tipo de literatura. Con desahogada posición económica, dedicado parcialmente a la política según los acontecimientos les favorecía o no, mantuvo una permanente afición a los espectáculos y a las incipientes “juergas flamencas”, pudiendo ser considerado en este sentido como uno de los primeros “señoritos”, es decir personaje de la “afisión” adinerada que contrata y fomenta la práctica del género para su placer personal y el de sus amigos. Su interés queda comprobado por su dedicación como aficionado al toque de guitarra y al canto a lo flamenco, tal como consta en las diversas biografías que se han escrito sobre él4, confirmando el conocimiento que poseía sobre lo que relató. Edita en Madrid en 1847 una serie de relatos breves que titula Escenas andaluzas, bizarrías de la tierra, alardes de toros, rasgos populares, cuadros de costumbres y artículos varios, que de tal y cual materia, ahora y entonces, aquí y acullá y por diversos son y compás, aunque siempre por lo español y castizo ha dado a la estampa El Solitario5.

Relato breve Escenas Andaluzas

Incluye en esta colección el texto Un baile en Triana, publicado por primera vez en el Album del Imparcial correspondiente a los meses de octubre, noviembre y diciembre de 1842. Por otra parte, encontramos otro texto titulado Asamblea General de los Caballeros y damas de Triana y toma de hábito en la Orden de cierta rubia bailadora, publicado en la revista El Siglo Pintoresco en noviembre de 1845. No es una casualidad  si se publicaron primero en revistas. González Troyano señala la creación de un profuso mercado de revistas periódicas, como factor digno de resaltar para explicar el éxito del costumbrismo en las décadas 30 y 40. Añade además que:

“La implantación de tan numerosas revistas por aquellos años –revistas que al ser el soporte casi exclusivo de la difusión del costumbrismo, se convierten, por tanto, en principal causa de su auge- puede responder a la exigencia de una cierta burguesía que al mismo tiempo que ya cuenta con ese pequeño excedente económico que le permite invertir en bienes culturales, también desea –posible herencia de la ilustración dieciochesca- ampliar sus fuentes informativas y atesorar o exhibir sus nuevos conocimientos” (Estébanez, 1985: 16).

Añadiremos para acotar mejor la cronología de estos textos que, según José Blas Vega (1995), lo narrado en Un baile en Triana debió ocurrir en 1838, mientras Estébanez ejercía de “Jefe Político” (gobernador) de Sevilla, y lo de Asamblea general en 1845, con motivo de una gira de espectáculos desarrollada en Andalucía por la bailarina Guy Stephan, referida como “cierta rubia bailadora” en el relato costumbrista6. Desde una consideración sociológica, En ambas escenas Eusebio Rioja aprecia el desarrollo de una dinámica común en las fiestas narradas, diferente a la descrita en los bailes de candil, aproximándose a las que habrían de disfrutar y disfrutan las juergas flamencas. Añadimos nosotros que esta observación parece confirmar la aparición de un nuevo escenario urbano en el que el flamenco empezará a echar raíces, separándolo de los ambientes rurales en el que se seguían cultivando los bailes de candil. Encuentra por otra parte cierto repertorio, aunque de contenido musical concreto no especificado, próximo in extremis al que habría de ser, sería y es el repertorio flamenco, teniendo en cuenta las descripciones y su nomenclatura. Añade por fin que tenemos como participantes y protagonistas a varios nombres de personajes legendarios de los primeros tiempos del flamenco, “personajes de prosapia flamenca indiscutible”. Así, Juan de Dios, El Planeta y María la Borrica (sic), son calificados como flamencos en el periódico madrileño La España de los días 19 y 24 de febrero de 1853 (Sneeuw, 1989: 17-20 y 23-24), apareciendo los dos primeros  en los textos del Solitario. Es por ello que considera a las referidas Escenas andaluzas como “documentos irrefutables” de la existencia desde 1838 al menos, de un “Arte Flamenco” embrionario, en fase de formación (Rioja: 1995 a). Es desde esta consideración de incipiente escenario flamenco que hemos priorizado estas escenas entre otras. Ambas proporcionan una abundante cantidad de noticias y datos que vamos a analizar a continuación desde la óptica de nuestro estudio, observar el paso de lo popular al flamenco en el toque de guitarra.

En Un baile en Triana, el autor malagueño comienza por una apología del baile andaluz, que diferencia de la danza, con profusión de erudición como es habitual en sus escenas costumbristas. Desde las “puellae gaditanae” que deslumbraban a Roma, hasta la Zarabanda, Chacona, Antón Colorado, nos informa sobre el proceso de llegada de lascivos y sabrosos bailes a Cádiz, procedentes de las “dos Indias”, fundidos, modificados y recompuestos en Sevilla para su adaptación andaluza. El dato es interesante, ya que observamos que “lo andaluz”, en este caso, consiste en disolver elementos coreográficos y musicales, para reconstruirlos en nuevos moldes localizados en las academias sevillanas. Este proceso explica que bailes modernos de entonces como el bolero, contengan elementos de bailes anteriores, en una especie de recreación permanente:

“En el moderno bolero se encuentran recuerdos de aquellos bailes, y una de sus mudanzas más picantes conserva todavía el nombre de la Chacona. El Ole y la Tana son descendientes legítimos de la Zarabanda, baile que provocó excomuniones eclesiásticas, prohibiciones de los consejos, y que, sin embargo, resistía a tantos entredichos, y que, si al parecer moría, volvía a resucitar, tan provocativo como de primero” (Estébanez, 1985: 250).

Si describe ahora las transformaciones del baile andaluz, cabe pensar lógicamente que lo mismo puede ocurrir con el acompañamiento de guitarra, y que el contenido musical de los bailes y danzas del Barroco, Preclasicismo y Clasicismo en España descrito en capítulos anteriores, ha seguido latente en este proceso de reconstrucción permanente orientado por las modas. Los cambios sociológicos entre finales del XVIII y la primera mitad del XIX no parecen haber propiciado por consiguiente una ruptura clara en la música y danza popular, ni tampoco el inmovilismo de su expresión, sino una adaptación constante a los contextos cambiantes.

El Solitario que toca y canta, refleja también cierta actitud etnográfica cuando divide los bailes en tres grandes familias:

–           Los de origen español en compás vivo de 2×4 con el Pasacalle como referente y parecido a la jota en la métrica.

–          Los de origen americano sin “pudor” ni “leyes”.

–           Los de filiación árabe y morisca, de melancólica dulzura en la música y canto y el desmayo alternado con violentos arrebatos en el baile, expresamente recomendados a los lectores.

“Lo andaluz” en lo coreográfico y musical sería por consiguiente el sincretismo de estas tres culturas. En otra escena titulada Baile al uso y danza antigua, parece confirmarnos este proceso de mestizaje cuando escribe que “Si damos un salto a nuestra morisca Andalucía, nos encontramos allí con la desenvoltura oriental, restos de las antiguas zambras casadas acaso con otros bailes venidos de las remotas parte de entre ambas Indias” (Estébanez, 1985: 314).

Llama poderosamente la atención en este sentido, la falta de consideración de la influencia gitana, tan identificada con el flamenco posteriormente. ¿No había aún “contaminado” al baile andaluz? ¿No la consideraba relevante el costumbrista andaluz? ¿Era alérgico a “lo gitano”? La tesis arabista, tan apta para ser recibida por la incipiente estética del Romanticismo, parece fascinar al Solitario, casualmente apasionado y prestigioso arabista entre otros rasgos, que considera nada menos a la Caña como origen de todos los aires moriscos. Si su argumentación historicista resulta sospechosa por tendenciosa, nos aporta sin embargo un dato relevante sobre la práctica de una particular forma de canto, en la que el o la intérprete debe agotar la respiración como efecto, y que calificará con el término  “primitivo”, tan del gusto romántico, dado su carácter triste y melancólico:

“Los cantadores andaluces, que por ley general lo son la gente de a  caballo y del camino, dan la primera palma a los que sobresalen en la Caña, porque, viéndose obligados a apurar el canto, como ellos dicen, o es preciso que tengan mucho pecho o facultades, o que pronto den al traste y se desluzcan. Por lo regular la Caña no se baila, porque en ella el cantador o cantadora pretende hacer un papel exclusivo” (Estébanez, 1985: 250-251).

Es curioso observar cómo más adelante el compositor y musicólogo belga Gevaert hará el mismo tipo de descripción en su viaje a España. Al margen del baile, de las voces e instrumentos que le acompaña, deducimos que existía una forma de cantar para ser escuchada, melancólica y dulce, apta para “cantadores y cantadoras”, aquellos y aquellas capaces de apurar el aliento en el canto. Este rasgo fisiológico asociado a lo musical discrimina ya a sus intérpretes e indica una posible especialización. No todo el mundo puede cantar de esta forma, sino los que reúnen las condiciones pulmonares adecuadas. Considera el costumbrista a los olés, tiranas, polos y modernas serranas y tonadas como “hijos de este tronco”. Hemos visto anteriormente cómo hacía proceder el baile del Olé de la Zarabanda, de lascivo origen americano. En este caso, cabe preguntar ¿es esta forma, americana en lo rítmico (baile) y árabe en lo vocal (canto), andaluza con este sincretismo?

Ahonda en su descripción, haciendo prueba ahora de erudición musical en una serie de datos sobre la guitarra que no tienen desperdicios:

“La copla, por lo regular, es de pie quebrado. El canto principia también por un suspiro, la guitarra o la tiorba rompe primero con un son suave y melancólico por mi menor, pasando alternativamente y sin variación la mano izquierda de una posición a otra, y la derecha hiere las cuerdas a lo rasgado, primero por lo dulce y blando, y después fuerte y airadamente, según la intención y sentido de la copla. El cantador o cantadora entra cuando bien le parece, y la bailadora, con sus crótalos de granadillo o de marfil, rompe también sus movimientos con la introducción que tiene toda danza o baile, que allí se llama paseo” (Estébanez, 1985: 251).

Desde una interpretación musical, podemos reconocer varios rasgos que forman parte de la estética del flamenco:

–          El uso de la dinámica como recurso efectista para asombrar al público. Se observa aquí en el canto cuya iniciación suele ser un pianísimo (“suspiro” lo llama, “temple” lo llamará la jerga flamenca) contrastado después con intensidades forte según lo “sentido” de la copla. También en el toque de guitarra que rasguea “a lo dulce y blando” y luego  a lo “fuerte y airadamente”, en sintonía con las inflexiones “sentidas” de la copla. Por fin, en el baile que principia con fuerza, irrumpiendo de forma efectista con la percusión de sus castañuelas.

–          La descripción de la mano derecha  nos confirma que se seguía tocando “a lo rasgado” en la guitarra para acompañar el baile y el ¿canto/cante? Mientras el ámbito de la guitarra culta del momento rechaza de plano esta técnica por sus connotaciones populares de “barberos”, esta nueva música popular de ámbito urbano sigue utilizándola.

–          La de la mano izquierda con un acorde de Mi menor alternado con otro, pasando invariablemente de una posición a otra, corresponde al principio de obstinato armónico modal de algunas formas flamencas, como la seguiriya, la liviana o parte de la serrana y soleares. La precisión  menor al acorde Mi deja sospechar que el guitarrista rasguea invariablemente Mi menor y Do mayor – en este caso la sonoridad del toque “por granaína”. Aunque el adjetivo menor puede ser considerado como una muestra más de la erudición (en este caso musical) con la que El Solitario suele adornar sus textos, no olvidemos que practicaba el toque y cantaba, lo que le da cierta solvencia para describir con propiedad estos aspectos técnicos ligados a la interpretación del toque y del canto. En este sentido es particularmente aguda la descripción psicológica que hace del cantador, perfectamente válida desde la estética del flamenco, y donde se vislumbran ecos lorquianos:

“En él es verdad que no se encuentra el aliño, el afeite o la combinación estudiada e ingeniosa de la nota italiana; pero, en cambio, ¿cuánto sentimiento, cuánta dulzura y qué mágico poder para llevar el alma a regiones desconocidas y apartadas de las trivialidades de la actualidad y del materialismo de lo presente? Por eso el cantador, arrobado también como el ruiseñor o el mirlo en la selva, parece que sólo se escucha a sí mismo, menospreciando la ambición de otro canto y de otra música vocinglera que apetece los aplausos del salón o del teatro, contentándose sólo con los ecos del apartamiento y la soledad” (Estébanez, 1985: 251).

La música vocinglera aludida y que goza del favor de salones burgueses y teatros es la de influencia italiana, adoptando claramente en este sentido El Solitario la actitud castiza de rechazo a la moda por lo italiano, presente desde la segunda mitad del XVIII, y cuya condena se acentúa a finales de siglo con autores como Don Preciso. Dos estéticas quedan por consiguiente definidas, o más bien la misma con dos caras: la música tratada desde las luces de la razón y desde las sombras de los territorios desconocidos del alma.

Lo irracional es de forma paradójica lo que cohesiona racionalmente la expresión colectiva de los actores, en una especie de común código sentimental:

“Al entrar en la copla el cantador, entra en mudanza la bailadora, ya sola, ya acompañada con su pareja, y los tocadores imprimen en las cuerdas aquellos sones que más les sugiere su buen gusto y su sensibilidad. En aquel punto el que baila, el que canta y el que toca se unen en un propio sentimiento, se arroban, se entusiasman, y éste con sus trinos, aquélla con sus movimientos, y el otro con sus suspiros y gorjeos tristísimos, de tal manera arrebatan a los concurrentes, que todos prorrumpen en monosílabos de placer y en gritos de entusiasmo” (Estébanez, 1985: 251).

Vamos a detenernos y comentar esta información:

–          Estébanez, que suele ser neutro en el tratamiento de género cuando anota anteriormente “cantadores y cantadoras” y nos informa que el canto de la Caña lo cultivan hombres y mujeres, señala ahora a hombres para cantar y tocar (uno que canta y varios que tocan) y una mujer para bailar.

–          Aunque esta música se presenta como contrapuesta a lo “aliñado”, “afeitado”, “estudiado” de la nota italiana, tiene su propio código de buen gusto y sensibilidad.

–          Vuelve a aparecer el término “gorjeo” que hemos anotado en el capítulo anterior, como descripción de cierto rasgo característico en la forma de cantar. El DRAE (1994) nos da como primera entrada “Acción y efecto de gorjear”, y después “Hacer quiebros con la voz en la garganta. Se usa hablando de la voz humana y de los pájaros” en la voz “gorjear”. Los quiebros de voz completan pues el agotamiento de la respiración en las frases musicales como prácticas singulares de este tipo de canto.

–          A pesar del aspecto de exaltación mutua que los intérpretes se comunican individualmente, hay momentos de expresión colectiva que culmina el proceso, tanto en los actores, como en el auditorio. Estos momentos cumbres en la expresión que recibe la aprobación exaltada del público, tienen un nombre en el flamenco, “pellizcos”.

Vuelve el político malagueño a incidir en las cualidades fisiológicas que requiere ser cantador, lo que la jerga del flamenco denomina “facultades”. Esta capacidad llamada también “don” en esta jerga, confiere al que lo tiene cierto estatus especial entre la colectividad, el ser “cantaor”. Se ven mermadas con el lógico desgaste de la edad (lo que sigue ocurriendo entre los cantaores y cantaoras hoy), y deben someterse a desafíos para competir y mantener este estatus (rivalidad que sigue hoy entre estos mismos cantaores). También aparece un nuevo tipo de percusión corporal, la producida por las palmas en alto y los nudillos de los dedos en la mesa:

“Acaso algún decano, ya por sus años, o por su voz averiada, derribado de la plaza de cantador, u otro aficionado que espera su turno para dar vuelo a su copla, con los dedos sobre la mesa, o con las palmas en alto, llevan el compás y medida de la orquesta, no perjudicando lo rústico de la traza al buen efecto y final resultado de aquella singularísima ópera” (Estébanez, 1985: 252).

El repertorio se puede dividir en tres tipos de cantes 1º los de mayor dificultad y lucimiento llamados “tonadas y polos de punta”, 2º los más sencillos que son la rondeña y la granadina, 3º los que a diferencia de los demás se cantan “de corrido”, antiguos romances para marcar una especie de descanso entre los otros dos. Estébanez establece una jerarquía entre los del primer y segundo grupo, mientras el carácter hablado de los romances que se apoyan en una sencilla melodía a modo de recitativo, resulta idóneo para descansar entre un tipo de canto y otro, sin que “decaiga” la reunión o la fiesta. Se puede reconocer aquí la discutida división posterior del género en “cante jondo” y “cante flamenco”, o “cante grande” y “cante chico” que tanto gustará a los aficionados. Anota además el carácter ágrafo de la transmisión oral de estas melodías:

“Cuando los principales cantadores apuran sus fuerzas, se suspenden las tonadas y polos de punta, de dificultad y lucimiento, y entran en liza con la rondeña, o granadina, otros cantadores y cantadoras, de no tanta ejecución, pero no inferiores en el buen estilo. Después de pasar varias veces de estas fáciles a las otras difíciles y peregrinas canturias, se ameniza de vez en cuando la fiesta con el canto de algún romance antiguo, conservado oralmente por aquellos trovadores no menos románticos de la Edad Media, romances que señalan con el nombre de corridas, sin duda por contraposición a los polos, tonadas y tiranas, que van y se cantan por coplas o estrofas sueltas” (Estébanez, 1985: 252).

El interés arqueológico por oír romances de tradición oral no recogidos en el Romancero General, ni en el Cancioneros de romances, le lleva a asistir a una fiesta  llamada también “función”, en el barrio de Triana de Sevilla. Allí coincide con nombres documentados de incipientes intérpretes del género flamenco: el Planeta, el Fillo, Juan de Dios, María de las Nieves y la Perla entre otros. Oye al Planeta interpretar un romance o corrida acompañado por “la vihuela y dos bandolines”, acompañamiento en el que vemos al tocador utilizar la guitarra como instrumento de percusión para marcar el compás:

“Entramos a punto en que el Planeta, veterano cantador, y de gran estilo, según los inteligentes, principiaba un romance o corrida, después de un preludio de la vihuela y otros dos bandolines, que formaban lo principal de la orquesta, y comenzó aquellos trinos penetrantes de la prima, sostenidos con aquellos melancólicos dejos del bordón, compaseando todo de una manera grave y solemne, y de vez en cuando, como para llevar  mejor la medida, dando el inteligente tocador unos blandos golpes en el traste del instrumento, particularidad que aumenta la atención tristísima del auditorio” (Estébanez, 1985: 254).

Podemos una vez más hacer varios comentarios a este texto:

–          La veteranía y fama que gozaba el Planeta. Si se considera la fecha de 1838 como el año en el que se celebra esta fiesta, se puede deducir que por lo menos una década antes este cantador interpretaba esta particular forma de canto, lo que nos retrotrae más o menos a finales de los años 20, e incluso si añadimos otra década, al final de los años 10, a la Guerra de Independencia. La descripción de lo que llama “pequeña orquesta” coincide exactamente con uno de los usos de la guitarra descrito y desarrollado en el método de Vargas y Guzmán, publicado en Cádiz en 1773 y analizado en el capítulo anterior. Aunque hace alarde de su irrefrenable erudición verbal en el uso de términos ya casi en desuso como “vihuela” y “bandolines”, Los trinos penetrantes de la prima corresponde al sonido de las bandurrias haciendo trémolos con la púa, mientras la guitarra se usa en su función de acompañamiento, dando el contrapunto con notas graves en los bordones.

–          La guitarra es utilizada además en su función de acompañamiento rítmico, golpeando incluso el tocador en “el traste del instrumento” para acentuar y aumentar el carácter trágico de la interpretación. Lo sorprendente es el uso de la palabra “traste” para designar el lugar de la guitarra donde golpea el músico. En efecto, la guitarra tiene varios trastes, hoy 19, de 15 a 17 trastes en las guitarras de la primera mitad del XIX. ¿En qué traste golpea pues? ¿Lo hace con la mano derecha o con la izquierda? Si es con la primera, se trataría del último traste, la mano estando colocada más allá de la boca, parte de la guitarra donde se consigue un sonido muy dulce. Si lo hace con la segunda, podría tratarse de uno de los recursos más utilizados en la técnica de mano izquierda, los “falsos ligados”, descritos en el método de Dionisio Aguado. En efecto, para que estos ligados suenen bien, es necesario que la mano lo haga con fuerza de manera a que se oiga la nota ligada, produciendo una ligera percusión en el mástil. Nos quedaremos pues con la duda a defecto de más precisión. 3º el ámbito estético en el que Estébanez Calderón se mueve es el de los afectos, la tristeza, la melancolía, lo solemne y lo sentimental. ¿Eran tan tristes los cantos como los describe, o se trata de un recurso literario prestado del incipiente Romanticismo?

Con bastante años de antelación a Antonio Machado y Álvarez “Demófilo”, nos alerta con cierta resignación sobre la inminente desaparición de estos vestigios moriscos. Las largas estancias del Solitario en las provincias de Málaga y Cádiz, unidas a su desmesurada afición por “lo antiguo” y castizo, nos permiten suponer que las tenía bien recorridas y que sabía de su incomunicación, razón con la que explica la permanencia de estos vestigios del pasado:

“La música con que se cantan estos romances es un recuerdo morisco todavía. Sólo en muy pocos pueblos de la serranía de Ronda, o de tierra de Medina y Jerez, es donde se conserva esta tradición árabe, que se va extinguiendo poco a poco, y desaparecerá para siempre. Lo apartados de comunicación en que se encuentran estos pueblos de la serranía, y el haber en ellos familias conocidas por descendientes de moriscos, explican la conservación de estos recuerdos” (Estébanez, 1985: 255).

Después de la descripción de esta triste evocación de color oriental, pasa a narrar el baile de rondeña que interpreta la pareja formada por la Perla y el Jerezano, describiendo con todo lujo de detalles voluptuosos las diferentes partes del cuerpo de la bailadora. La participación es ya colectiva y animada, se convierte bruscamente en antítesis de la estampa anterior casi lúgubre. Nos dará varias referencias de percusiones al uso como la pandereta y las palmas de las manos:

“El concurso se animaba, se enardecía, tocaba en el delirio. Uno recogía la pandereta, y volviéndola y revolviéndola entre los dedos, animaba el compás diestra y donosamente. Aquél con las palmas sostenía la medida, y según costumbre, ganábase, para después del baile, con el tocador, un abrazo de la bailadora. Todos aplaudían, todos deliraban. […] ¡Quien podrá explicar ni describir, ni el fuego, ni el placer, ni la locura, así como tampoco reproducir las sales y chistes que en semejantes fiestas y zambras rebosan por todas partes, y se derraman a manos llenas y perdidamente!” (Estébanez, 1985: 257).

Subrayamos aquí los términos cantador, cantadora, bailador, bailadora y tocador con los que el autor llama a los actores de esta fiesta en Triana. Las referencias al mundo operístico, lírico o coreográfico como la escuela bolera están elocuentemente ausentes. Estébanez parece querer dejar claro que se trata aquí de otro mundo social, con otro código moral y estético.

La escena termina con referencias a otros cantos como las tonadas sevillanas, el Polo Tobalo que se acompaña parcialmente de forma coral, otros bailes como las seguidillas y las caleseras.

En otra escena costumbrista habitualmente utilizada como fuente para la historia del flamenco, Asamblea general, volvemos al barrio de Triana y al mismo contexto de fiesta capitaneada por el Planeta, del que Estébanez ofrece un detallado retrato de su indumentaria, incluida la guitarra que lleva debajo del brazo:

“Este personaje, tan autorizado por este vestido lleno de majeza, cuanto por cierta deferencia que todos le tributaban, traía debajo del brazo, con aire gentil y desembarazado, una rica vihuela que no era preciso que cantase para conocer al punto que era natural de Málaga, e hija legítima de las primorosas e inteligentes manos del famoso y antiguo artífice Martínez. Tal guitarra era ancha en el fundamento, delineada a maravilla en el corte, el mástil llamándose atrás con graciosidad gentil, el pontezuelo de ébano, así como los trastes, las clavijas con ojete eran de granadillo y el clavijero de marfil, de donde colgaba en cintas blancas y rojas el moño o fiador. El instrumento era, pues, de toda orquesta, es decir, de a seis órdenes, y el encordaje de lo más fino, con bordones sonoros o de argentería. Se conocía desde luego que era el órgano maestro de aquella catedral, el arpa druídica de aquel cónclave, y el contrapunto y maestro de capilla que había de guiar y dar la entonación a todo el instrumental que allí convocase” (Estébanez, 1985: 288).

Este texto que no tiene desperdicios, confirma una vez más la penetrante mirada del Solitario en sus observaciones, así como su estrecha relación con el mundo guitarrístico de la época. Solo hemos encontrado una referencia al lutier que nombra, nada menos que en el método de guitarra de Fernando Sor referido en el capítulo anterior. El constructor al que alude es José Martínez, uno de los más importantes guitarreros malagueños de la historia, según Eusebio Rioja. Los datos que se tiene sobre él son escasos: nacido hacia 1772, a pesar de constar en 1799 como constructor de guitarras, curiosamente no se examina de maestro hasta el 13 de diciembre de 1808 ante el maestro Cristóbal Guerrero, dando fe el escribano Francisco Gómez. El 18 de marzo de 1811 se le otorga patente nº 74.462 de clase 10. ª, Pagando 80 reales por los derechos. En 1825, está empadronado en la calle Santa Lucía, nº 18 y en 1829 dona dos reales de vellón, junto a otros compañeros de gremio, para socorrer una catástrofe ocurrida en Valencia. El catálogo Sotherby´s de 1982 contiene en el nº 63 una guitarra  con la etiqueta “Por José Martínez, en Málaga. Año de 1823”, guitarra que presenta, entre otros aspectos, un golpeador de ébano. Por otra parte, en el catálogo del Museo de Historia de la Música de Copenhague y con el nº 347.C 21 también aparece otra guitarra con la etiqueta “Por José Martínez en Málaga 1825” (Rioja, 1989: 12). Proponemos a continuación una guitarra de José Martínez de finales del XVIII (179?) que corresponde a la descripción de Estébanez (Fuente: Rioja, 1989: 11):

Guitarra finales S.XVIII

La fuente parece confirmar que se seguía utilizando guitarras pre-clásicas de seis órdenes en los ambientes populares andaluces en la primera mitad del XIX, lo que por lo visto representaba además un rasgo de distinción. En efecto,  si esta fiesta reunía a lo más granado del ambiente flamenco o “pre-flamenco” del popularísimo barrio de Triana, con el célebre Planeta tocando una guitarra de seis órdenes, podemos deducir que este tipo de guitarra se usaba también en ambientes parecidos. Sin embargo,  la sinonimia “de toda orquesta” con “seis órdenes” deja suponer que había otro tipo de guitarra  de “menos orquesta”, o sea “menos ruidosa”, y que bien podrían ser las de seis cuerdas simples. Por otra parte nos informa sobre la manera de afinar en este tipo de reuniones donde varios instrumentos estaban reunidos. El Planeta actúa como capitán de la comitiva, y por este motivo da el tono a los demás músicos para que afinen con su guitarra. Por fin el texto nos ilustra sobre la manera de transportar el instrumento de un lugar a otro, en estos ambientes “pre-flamencos”: el instrumento suelto debajo del brazo, sin funda, como los “falsos” maestros de baile del XVII en Sevilla (ver capítulo 3), con posibilidad de colgarlo a la pared con cintas o fiador.

Otra información aportada por esta escena nos describe otra forma de cantar, calificada “del Broncano”, “crúa”, es decir ronca, y por consiguiente más grave y tímbricamente diferente, considerada inadecuada por El Planeta, que rechaza por no ser propia de la tierra:

“Te digo, El Fillo, que esa voz del Broncano es crúa y no de recibo; y en cuanto al estilo, ni es fino, ni de la tierra. Así te pido por favor –en esto daba mayor autoridad a su voz, marcando mejor la entonación de imperio- que no camines por sus aguas, y te atengas a la pauta antigua, y no salgas un sacramento del camino trillado” (Estébanez, 1985: 289).

Hemos visto en el capítulo anterior a Don Preciso condenar también esta forma de cantar a finales del XVIII.

El carácter coral y “ruidoso” en que la guitarra rasgueada suele prodigarse vuelve a aparecer. No vemos nunca al guitarrista tocar o acompañar solo, sino hacerlo con otros guitarristas y/o músicos, en un tipo de formación de cámara que recuerda la de las rondallas:

“En tanto, cierto agradable bullicio y cierto sonoroso estruendo se parecía y oía por todas partes, y era que la orquesta se preparaba y el banquete no estaba lejos. En efecto: al lado de la vihuela maestra se iban colocando otras guitarras de menos alcance, una tiorba con teclado corrido, dos bandurrias y un discante de pluma, todo punteado y rajado por manos diestras e incansables por extremo” (Estébanez, 1985: 303).

Guitarras asociadas con ruido aparecen también en otra escena titulada El Roque y el Bronquis. Se desarrolla en un cortijo donde se celebra un baile de candil, leemos que “las guitarras sonaban y las coplas iban y venían, y las vueltas de rondeña y malagueña se sucedían con rapidez increíble” o que “las guitarras, cual cogidas de sobresalto, suspendieron su vocinglería un instante; pero como para desquitar tal interrumpción y hacer olvidar esta muestra de debilidad, los músicos cogieron inmediatamente el hilo de su cortado pasacalle, y redoblaron con mayor ahínco y fuerzas sus repiques y redobles” (Estébanez, 1985: 210-213). Llama la atención la asociación de rondeñas con malagueñas, que formaban entonces por lo visto un repertorio autónomo. Ford también las refería juntas y separaba del resto de danzas, añadiendo que “las Rondeñas y Malagueñas son coplas de cuatro versos y toman su nombre de las ciudades donde están más de moda; la Araña proviene de La Habana” (Ford, 1988: 101).

Volviendo a la Triana y a su Asamblea general, los bailes de rondeña, seguidillas, la Tana vuelven a aparecer junto con otros nuevos como el zapateado y la yerba-buena, así como una detallada descripción de los “cantares” de malagueña y “perteneras”:

“Entre las cosas que cantó, dos de ellas sobre todo fueron alabadas. Erase una la Malagueña por el estilo de la Jabera, y la otra, ciertas coplillas a quienes los aficionados llaman Perteneras. Cuantos habían oído a la Jabera, todos a una le dieron en esto triunfo, y decían y aseguraban que lo que cantó la gitanilla no fue la Malagueña de aquella célebre cantadora, sino otra cosa nueva con diversa entonación, con distinta caída y de mayor dificultad, y que por el nombre de quien con tal gracias la entonaba, pudiera llamársela Dolora. La copla tenía principio en un arranque a lo malagueño muy corrido y con mucho estilo, retrayéndose luego y viniendo a dar salida a las desinencias del Polo Tobalo, con mucha hondura y fuerza de pecho, concluyendo con otra subida al primer entono: fue cosa que arrebató siempre que la oyó el concurso. Tocante a las Perteneras, son como seguidillas que van por aire más vivo; pero la voz penetrante de la cantora dábales una melancolía inexplicable” (Estébanez, 1985: 307).

De este texto podemos deducir que:

–          Aparece aquí una nueva forma de cantar la copla de malagueña, llamada “Jabera”, con mayor dificultad, diversas entonaciones, distinta caída, que requiere fuerza de pecho y recuerda en algunas de sus partes al Polo Tobalo.

–          Existe una forma de cantar  propio de la provincia de Málaga, llamada “a lo malagueño”, caracterizada por iniciarse sobre un tempo rápido llamado “corrido”.

–          Las coplillas “perteneras”, hoy peteneras, se cantan sobre un aire parecido al de las seguidillas, pero más rápido, con las características expresivas de la nueva forma de cantar referida por el Solitario, aquí  voz penetrante y melancólica.

Norberto Torres

[1] Foulché-Delbosc, R., Bibliographie des voyages en Espagne et en Portugal, Meridian Publishing Co., Ámsterdam, 1969.

[2] Farinelli, A., Viajes por España y Portugal desde la Edad Media hasta el siglo XX, Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, Centro de Estudios Históricos, Madrid, 1920.

[3] Así por ejemplo, José Luis Navarro analiza la aportación de las Escenas andaluzas de Serafín Estébanez Calderón como fuente para la historia del flamenco en la obra colectiva La bibliografía flamenca, a debate, Centro Andaluz de Flamenco, Sevilla, 1998, Cristina Cruces (ed.).

[4] José Blas Vega ofrece una importante síntesis biográfica suya en el capítulo “Triana” de la Historia del Flamenco (Blas Vega: 1995).

[5] Para nuestro estudio, utilizamos la edición de Alberto González Troyano publicada en Catedra, Madrid, 1985.

[6] Según José Blas Vega, la célebre bailarina gala Guy Stephan desarrolló en 1845 una gira de actuaciones por Andalucía, aunque Luis Lavaur la fecha en la primavera y el verano del año siguiente (Lavaur, 1976: 177)). Según Eusebio Rioja, era protegida y amante del influyente empresario y político malagueño José de Salamanca y Mayol, Marqués de Salamanca y Conde de Los Llanos, quien entre sus muchos negocios, poseía el madrileño Teatro el Circo donde bailaba Guy Stephan, quien había venido desde París en el cuerpo de baile de Mme. Galby. José de Salamanca llegó a ocupar la cartera de Hacienda, a construir el primer ferrocarril español y el aristocrático barrio madrileño que lleva su nombre. Salamanca, paisano y benefactor de El Solitario, quien dirigió su secretaría, debió encargarle a éste que organizara la Asamblea general trianera, dado el conocimiento que poseía El Solitario sobre los ambientes flamencos sevillanos, conocimiento adquirido durante su jefatura política en Sevilla (Rioja, 1995a).

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