El título de este ciclo de conferencias indica que muchos de ustedes están aquí como parte interesada en aquello que concierne a los ordenadores, Internet, y los derechos sobre la propiedad intelectual. Yo estoy aquí como representante de un conjunto mucho más oscuro de partes interesadas, afectadas por la relación entre el copyright y los Fake Books de “edición casera”. Antes de introducirles a la historia de los Fake Books, debería mencionar que este tema tiene para mí un fuerte componente autobiográfico, ya que a lo largo de muchos años he podido pasar de ser un mero aficionado a convertirme en un saxofonista de jazz profesional bastante respetado, y una parte muy importante de esa evolución se la debo a los ilegales fake books. Desde ese punto de vista, el copyright no ha sido para mí nada más que un obstáculo para el crecimiento personal y la consecución de ciertas metas artísticas. Me gustaría hoy resumirles brevemente la segunda parte de un libro que estoy escribiendo, llamado “El pirateo en la música pop: Partituras piratas, Fake Books, y los primeros juicios americanos sobre la propiedad intelectual.” La otra parte de mi libro, la primera, se llamará “El Napster en los años 30”. En él pretendo resucitar la historia olvidada de las primeras ediciones pirata de partituras (inicialmente, hojas del tamaño de un periódico con letras de canciones, que a partir de los 30 pasaron a incluir la música). Estas ediciones caseras, que aparecieron hacia 1929, despertaron en la industria musical una respuesta histérica: se enzarzó en una lucha furiosa contra estos productos que duró aproximadamente una década, haciendo uso de cualquier artimaña legal disponible, antes de descubrir muy a su pesar que la asimilación del fenómeno era una estrategia mucho más factible que su mera prohibición. La lección más obvia y simple que puede deducirse de esta historia, es que la naturaleza esencial de la industria musical americana consiste en defender intereses profundamente atrincherados, sin el menor interés por el cambio, y en sus reacciones contemporáneas a fenómenos como Napster o Emule, esa industria está volviendo a un comportamiento defensivo típico, establecido a lo largo de muchos años.
La segunda parte de mi libro recupera la historia de los fake books: antologías anotadas de canciones pop, y más tarde de estándares de jazz, y aún luego de música de otros géneros, como el Fake Book versión Bluegrass, el de Melodías de Broadway, o incluso El Fake Book Definitivo para estas Navidades. Esta parte de la historia de la piratería de la música popular podría ser llamada “Una prehistoria del sampling”, ya que podemos encontrar fuertes paralelismos con esa práctica habitual de los artistas del hip-hop contemporáneo. En lugar de las “hojas de canciones” de los 30s, que hicieron por la música impresa lo que internet haría mas tarde por la música grabada, descubriendo un formato que permitía la distribución de canciones al público en general, los fake books funcionaron como lo haría el sampling más tarde, como una metodología especializada usada únicamente por los músicos profesionales, que pasaría a un público más amplio tan sólo unos pocos años más tarde. En nuestros días, los músicos de hip hop muestrean fragmentos de grabaciones de música pop o jazz, y los transforman en ritmos dance. Hace medio siglo, los músicos empezaron a utilizar los Fake Books como ayudas visuales en el proceso de aplicar métodos de improvisación típicamente afroamericanos a partituras populares, es decir, al corpus de la canción popular americana. En efecto, si me permiten usar el concepto moderno del samplingde una manera un tanto anacrónica, podríamos decir que los Fake Books “sampleaban” la música impresa.
En Mayo de 1942 George Goodwin, director de una estación de radio de la época, presentó por primera vez una publicación mensual que incluía 100 tarjetas Tune-Dex. En esa época las bibliotecas americanas utilizaban fichas de cartón de 3 por 5 pulgadas, y Goodwin intentó crear una ficha de archivo parecida para la industria musical. Como pueden ver en el Ejemplo 1, la parte frontal de cada ficha proporcionaba las frases más características de una canción popular, con la letra debajo de la melodía, y símbolos para los acordes (guías abreviadas para el acompañamiento con piano o guitarra) sobre la melodía. La parte trasera de la ficha identificaba el propietario de los derechos de la canción, y la agencia que los gestionaba, y proporcionaba referencias sobre las partituras para piano y voz, y en ocasiones sobre orquestaciones para orquesta de baile o grupos vocales.
Las Tune-Dex fueron un éxito inmediato y total, y acabaron siendo adoptadas por toda la industria: películas, radio, estudios de grabación y publicidad, gracias su utilidad en la rutina diaria de la producción musical. Se llegaron a editar 25000 fichas, y su publicación terminó en 1963 debido a una enfermedad que obligó a Goodwin a retirarse del negocio. Goodwin moriría tan solo dos años más tarde.
Como un complemento a su principal campaña publicitaria, Goodwin empezó a promocionar sus Tune-Dex a los profesionales que trabajaban en el emergente oficio del músico de bar. Si un cliente solicitaba una canción, y el músico no la conocía, o no podía recordarla, las fichas podían acudir en su rescate. Se trataba de una nueva versión de un antiguo cliché: “Si me tararea unos cuantos compases, puedo intentar tocarla”.[1]Con una Tune-Dex a mano, la cosa se convertía en “leyendo unos cuantos compases, intentaré tocarla”. Pero Goodwin se equivocaba sobre la utilidad de su diseño. Un catálogo de fichas puede ser útil en un estudio o en una agencia de publicidad, pero ningún músico en su sano juicio se llevaría un archivador a un bar de copas. Y llevar encima unas dos mil fichas sueltas podía ser mucho más incómodo y potencialmente desastroso que hojear entre un montón de hojas sueltas de partituras promocionales o de orquestaciones (Los pros y orks que aparecen en el anuncio de Goodwin). Lo que los músicos necesitaban realmente era una colección encuadernada de fichas Tune-Dex organizadas por título, por autor o por género. Necesitaban un Fake Book.
La industria musical rechazó autorizar la publicación de un libro así, alegando que ello interferiría la venta de partituras. Algunos impresores aprovecharon la oportunidad, descubriendo un nuevo filón de la economía musical. Los primeros Fake Books pirata, colecciones de fotostatos de fichas Tune-Dex, se publicaron en 1949. Un artículo de la revista Down Beat de 1951 (Ejemplo 3) habla de una investigación del FBI al respecto, que habría de prolongarse hasta los años 60 y que condujo a dos grandes juicios penales por violación de los derechos de propiedad intelectual en la corte del distrito federal en Manhattan. En ambos casos, los acusados fueron declarados culpables, pero no se les impusieron penas de prisión, sino las multas mínimas fijadas por la ley. En el último de los dos juicios, el juez J. Weinfeld concluyó: “Asumiendo, tal y como alegan los acusados, que los fake books han sido ampliamente aceptados por la industria musical sin oposición alguna, no hemos alcanzado aún el punto, -ésa es al menos la posición de esta corte- en el que la práctica y las costumbres de la industria sirvan como excusa al incumplimiento de la legislación penal.” Esta declaración parecía enérgica y rigurosa: ¡la ley prevalece!; pero acabó convirtiéndose en un brindis al sol. El juez Weinfeld se equivocaba, lo entendía todo al revés: En cualquier época y circunstancia, la experiencia y el sentido común indican que la práctica y las costumbres acaban triunfando por encima de la ley. La ley había intentado expresar una prohibición, pero esa prohibición había sido ignorada repetidamente, y a partir de este punto la trasgresión se convertiría en permanente. Según mis informaciones, no ha vuelto a haber ningún otro juicio federal sobre este tipo de publicaciones pirata.
Los libros continúan estando prohibidos, y pueden conseguirse tan sólo subrepticiamente, pero hacia el final de los 60 las partituras impresas se estaban convirtiendo en un objeto de anticuario, y cualquier comentario sobre el efecto de los fake books en la venta de partituras debiera ser matizado por el hecho de que los dos ámbitos son insignificantes en el contexto actual de la piratería de grabaciones musicales y películas.
A mediados de los 70, la industria musical empezó a publicar ediciones legítimas y con copyright de los antiguos fake books. Casi inmediatamente, los libros piratas desaparecieron del mapa. ¡Vaya sorpresa! La prohibición había fallado. La asimilación funcionó. Pero la industria musical aún no había aprendido la lección: después de un cuarto de siglo de cabezonería en el ámbito de la canción popular, el juego cambió de campo y volvió a empezar de nuevo, esta vez en el terreno del jazz.
A lo largo del año académico 1974-75, dos estudiantes del Berklee College of Music de Boston crearon una edición pirata de un Fake Book llamado The Real Book, porque intentaba representar lo que los músicos profesionales de jazz tocaban realmente, por contraste con las versiones simplificadas típicas que proporcionaban las partituras, y que reproducían las generaciones anteriores de fake books. El Ejemplo 4 muestra una página de ese Real Book. Steve Swallow, bajista profesional y profesor en Berklee durante esa época, comentó que la intención de los estudiantes fue producir un libro que contuviera un repertorio actualizado, más contemporáneo. Pensaron en lo que representaría producirlo legalmente, pagando royalties, y no pudieron encontrar la manera de hacerlo. No disponían del tiempo, ni mucho menos del dinero necesario. Uno de los creadores del libro era entonces estudiante del guitarrista Pat Metheny. Metheny comentó en una ocasión: “Honestamente, en esa época ni yo ni probablemente nadie más consideraba que el Real Book pudiera tener alguna relevancia más allá de unos pocos interesados de la escena musical del momento. Nadie imaginaba que más tarde había de convertirse en una referencia casi bíblica para los estudiantes de jazz.”
Steve Swallow describe así el impacto del libro en sus primeros tiempos: “Para llegar a las habitaciones donde daba clases a los conjuntos en Berklee, tenía que recorrer unas cuantas docenas de locales de ensayo que se hallaban a lo largo de un corredor. A cada lado del pasillo podía oír a veinte o treinta chavales tocando estándares, y un mes después de que se publicara el Real Book, empecé a escuchar, de repente, las progresiones correctas en temas que antes habían sido innoblemente profanados. Solía partirme de risa en mis viajes a lo largo de aquel pasillo, escuchando las flagrantes violaciones de las reglas de la armonía que se escapaban de aquellas habitaciones. Tampoco es como para decir que de pronto todo sonaba estupendamente, y que te encontrabas con un Bill Evans en cada habitación, pero se podía hablar de una mejora tremenda.” Le pregunté: “¿Crees que eso valía la pena, aún a expensas de que esos estándares se fosilizaran?” Swallow me respondió: “Creo que ese es un aspecto poco afortunado del éxito del Real Book. Esas 400 canciones en particular fueron canonizadas, a expensas de las que se quedaron fuera, y se dejaron muchas. Pero tampoco puedo quejarme mucho, porque en gran parte pienso que la selección era un reflejo bastante preciso de lo que los estudiantes de jazz estaban escuchando en aquellos momentos, y que se escogió lo mejor de ese repertorio.”
Pat Metheny añadió: “Era el primer libro que reflejaba además la naturaleza más ecuménica del jazz y su mundo en aquella época, y en este sentido es una interesante cápsula temporal. Fue éste un periodo muy fértil, en el que de pronto habían muchos músicos jóvenes que se encontraban muy familiarizados con un amplio conjunto de vocabularios armónicos (desde los estándares hasta Joe Anderson y más allá) y que se sentían cómodos con los estilos rítmicos modernos, e incluso algunos materiales que la música rock de aquellos tiempos consideraba fuente de inspiración. En ese sentido, creo que el Real Book ha tenido un impacto tremendo. Ciertamente, es gracias a él que hace unas cuantas generaciones los músicos han desarrollado habilidades que eran raras en otros tiempos. Tan sólo los mejores músicos de esa época hubieran sido capaces de tocar los temas del libro de principio a fin, dominando los requerimientos musicales intrínsecos que un libro tal demandaba conocer. Hoy en día, es un material muy común, y de hecho consideramos ya esas técnicas como imprescindibles.”
El Real Book fue un enorme éxito clandestino. Hoy en día, a pesar de la aparición de numerosos competidores legítimos, autorizados, y con copyright, este libro de jazz pirata sigue siendo usado a lo largo de todo el mundo, porque su combinación de elegancia en la selección y representación de la pluralidad idiomática del jazz es difícilmente superable. Se trata de una historia de una casualidad afortunada, del esfuerzo de unos estudiantes que se transforma en un acto creativo de una enorme significación, y que sobrevive gracias a que en los años 70 los fake books estaban “volando bajo el radar”, por lo que hacía a la investigación criminal en las cortes federales. Metheny decía: “Todavía me cuesta creerlo, cuando casi 30 años más tarde lo encuentro por todas partes, desde Kiev a Bali, habiendo conocido su historia tan de cerca.” ¿Cuántas tantas otras actuaciones creativas ha reprimido o evitado la Ley de la Propiedad Intelectual, en zonas en las que la cobertura del “radar” es mucho más insidiosa? Aquí estamos, en el 2003, todavía con piratillas repartiendo copias del libro a escondidas a las tiendas, y con prácticamente todo aspirante a músico de jazz acudiendo a comprarlo a la trastienda. ¿Llegará algún día la industria musical a rectificar su reaccionaria conducta? Lo dudo mucho.
Barry Kernfeld
Traducción: Revista polémica