Escrito Leonardo J. Waisman
Los estudios sobre la música de los siglos XVII y XVIII en España y sus colonias de aquel entonces no han estado, en las últimas décadas, en sintonía con los estudios musicológicos sobre tradiciones más “centrales”. Después del valioso impulso adquirido durante los años centrales del siglo XX por la acción de pioneros como Higini Anglés o Robert Stevenson -sin despreciar las contribuciones de otros notables musicólogos- la disciplina tendió a perpetuar los enfoques y métodos que discernía en la obra de esos prohombres. Digo “los que discernía”, pues en realidad se trató a menudo de una reducción y empobrecimiento de la amplia gama de recursos mostrada por los investigadores pioneros. Nuestra musicología tendió entonces a correr por los carriles de un positivismo que identificaba sus objetivos con la obtención y ordenamiento de la mayor cantidad de datos posible (catálogos, transcripciones de música y de actas catedralicias). Por definición, todo positivismo es imperfecto, ya que las predisposiciones ideológicas de los investigadores condicionan la investigación desde la propia selección (construcción) de objetos. Nuestro positivismo estuvo signado, por sobre todo, por un nacionalismo hispánico o criollo, que llevó a nuestros estudiosos a ignorar o vilipendiar lo que no se considerara autóctono(1) , a buscar lo original y lo distintivo. Pero, además, fue y es un positivismo poco convencido, ya que apenas el investigador se aparta de los datos de archivo, suele caer en la narrativa romántica, en las vacuas fórmulas encomiásticas, en la genealogía de la grandeza local. Los vientos cambiantes de la musicología en las últimas décadas del siglo XX apenas si han rozado las músicas barrocas españolas e hispanoamericanas(2) .
Y he aquí que, en breve lapso, aparecen dos trabajos de primera importancia en los que la presencia de estos nuevos aires se hace clara y consciente. Ambos se centran sobre el objeto más tradicional de la musicología barroca hispanoamericana: el repertorio y la documentación de una catedral. Ambos, afortunadamente, mantienen al repertorio musical como el núcleo de su interés, aunque éste sea usado para iluminar otros aspectos de la vida urbana. Sin embargo, la magnitud del viraje es tal como para que lo que tradicionalmente ha constituido la mayor porción y el centro de atención de las historias de la música en catedrales -la descripción de la institución, sus maestros de capilla y los compositores de su repertorio- no sea siquiera incluido en el cuerpo principal del estudio de Illari: queda relegado a un breve capítulo que constituye la segunda sección de la introducción(3).
Quizás no sea casualidad que ambos estudios sean productos de estudiantes de lengua hispana en universidades angloparlantes, intersecciones entre las corrientes que florecen en aquellos lares y las temáticas de nuestros países. El libro de Miguel Ángel Marín es una revisión de su tesis de doctorado para el Royal Holloway College de la Universidad de Londres (1999)(4); de Bernardo Illari comentamos su tesis de doctorado para la Universidad de Chicago (2002), aún no publicada en forma de libro(5). Es necesario tener en cuenta esta diferencia entre ambos, que explica el mayor pulido de la presentación de Marín.
Los objetos de estudio, si bien muy diferentes, son en cierta medida cotejables. Marín examina la pequeña ciudad y catedral de Jaca, en Aragón, durante el siglo XVIII, haciendo hincapié en la situación periférica de la localidad con respecto a Madrid. Illari se ocupa de la ciudad y catedral de La Plata (=Charcas, Chuquisaca, la actual Sucre, Bolivia) cuya marginalidad es la de cualquier ciudad americana durante la colonia, especialmente si excluimos a México y Lima; por más que los platenses hayan tenido una elevada opinión de la importancia de su ciudad, y por más que ésta fuera más rica y populosa que la mayoría de las poblaciones del virreinato, era decididamente provinciana. El estudio de Illari abarca la primera mitad del siglo XVIII. Las dos poblaciones eran demográficamente comparables: Jaca tenía unos 3.000 vecinos; La Plata quizás 15.000, pero sólo unos 3.500 formaban parte de la parroquia de la Catedral en su carácter de españoles o criollos; la mayoría indígena, como hace notar Illari, era una presencia muda.
Los enfoques de uno y otro, ambos renovadores en nuestro campo, son al mismo tiempo muy distintos y complementarios, hasta el punto de ser ejemplares dentro de las tendencias que representan.
– El libro de Miguel Ángel Marín representa a la tradición inglesa de la historia social, concreta y descriptiva, dominada hoy por la musicología urbana, los sonidos y músicas que oía el hombre común, y la vida musical cotidiana. Las palabras clave son el paisaje sonoro y la vida de los músicos profesionales. La música conservada en los archivos es objeto de descripción y comentarios, pero no de análisis. No hace referencia a los contenidos semánticos de la música.
– La tesis de Bernardo Illari deriva de las tradiciones de la antropología del arte y de la historia del arte interpretativa de Hauser y Adorno, transferida a las universidades norteamericanas y muy influida actualmente por la preocupación por la construcción de las identidades y las relaciones de poder dentro de la sociedad. La clave es la fiesta como expresión simbólica de estas identidades y relaciones. La música es analizada e interpretada como mensaje de contenido social.
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La primera parte del volumen de Marín se ocupa de la música como institución social de una pequeña ciudad fronteriza española. El primer capítulo, muy deudor del célebre estudio de Reinhard Strohm sobre Brujas, habla del paisaje musical de la villa, resaltando la riqueza y diversidad de estímulos sonoros que podía oír el habitante de Jaca. Las interconexiones entre instituciones religiosas y municipales, y la circulación de músicos a través de esa red muestran claramente que no podemos estudiar las capillas de música catedralicias como mundos aislados y autosuficientes.
El capítulo más amplio, como no podía ser de otra manera, reseña la organización de la capilla de la catedral, prestando atención a aspectos hasta ahora descuidados como son el origen, situación socioeconómica, relaciones familiares y movilidad geográfica de los músicos-mejor dicho, su falta de movilidad, pues Marín deja bastante establecida la fuerte estabilidad de los miembros de la capilla. También es de destacar la atención que presta el autor a los nexos entre capilla y coro, especialmente estrechos en instituciones pequeñas. Mis investigaciones en la capilla de la catedral de Valladolid (más grande y rica que la de Jaca) dan resultados coincidentes: el personal que actuaba en la capilla sólo en parte puede deducirse de las designaciones oficiales como miembros de “la música”; capellanes y músicos externos participaban en las ejecuciones de forma continua y regular(6).
Los restantes capítulos se ocupan de otras instituciones que sustentaban prácticas musicales (las órdenes religiosas, las confraternidades, los militares) y de las fiestas que ocupaban todo el espacio urbano. La escasez de fuentes documentales referidas a los cinco monasterios y conventos establecidos en Jaca no arredra a Marín: apoyándose en las piezas del acervo catedralicio destinadas a estos establecimientos (villancicos de profesión, piezas dramático-musicales, etc.), en unos pocos documentos específicos y en las investigaciones realizadas sobre otras casas de las mismas órdenes, logra plasmar imágenes coloridas y llenas de interés sobre la intensa vida musical de estas instituciones. En particular, dada la exigüidad de informaciones al respecto, resulta importante la discusión sobre los certámenes poéticos de los escolapios.
Cerca de cuarenta confraternidades operaron en Jaca durante el siglo XVIII, muchas de ellas relacionadas con los monasterios de dominicos y franciscanos; el importante patronazgo musical de algunas de ellas las convirtió, por una parte, en sólidas fuentes de trabajo para los músicos que también actuaban en la catedral y, por otra, en proveedoras de funciones musicales para gran parte de la población.
El examen de las fiestas y procesiones en las que se ritualiza el espacio urbano forma una adecuada culminación a esta parte del estudio. Sin entrar en detalladas descripciones ni en interpretaciones culturales, el autor muestra cómo, en más de cincuenta ocasiones al año se celebraban fiestas (la mayoría con música) en distintos núcleos de la planta urbana, y cómo al menos una vez por mes la ciudad toda era sacralizada por grandes procesiones que la recorrían cantando. Esta multiforme vida musical, sin embargo, no parece haber generado una competencia entre diversos grupos profesionales: los integrantes de la capilla de la catedral eran en la mayoría de los casos los proveedores de música. Es probable, dice Marín, que éste sea el caso en la generalidad de las ciudades pequeñas.
La segunda parte, dedicada al repertorio musical conservado en la Catedral, comienza por líneas más habituales: compositores, géneros y cronología. Es novedosa y muy útil; sin embargo, la tipificación de los formatos de las fuentes musicales, especialmente la descripción de los borradores, poco reconocidos en la literatura. Aquí podríamos comentar que la diferencia entre partituras en fascículos y partituras en libros borradores no es esencial, ya que parece haber sido común reunir varios de los primeros en un libro o viceversa, desgajar fascículos de un libro. De hecho, algunos fascículos de partituras autógrafas de José Martínez de Arce (7) y la mayoría de los de Miguel Gómez Camargo están designados en Valladolid como “borradores” o “cartapacios”.
El apartado que tradicionalmente sería llamado “evolución estilística de la escuela de Jaca” está mirado desde la óptica de la continuidad y el cambio, resaltando así la larga vigencia de repertorios consagrados que coexisten en la vida musical con las innovaciones introducidas por composiciones nuevas. Finalmente, el último capítulo nos introduce en el mundo de las relaciones personales de los músicos y su papel en la circulación del repertorio entre distintas instituciones. Como aplicaciones particulares de este tráfico musical, el autor enfoca un estudio más detallado sobre el llamado “manuscrito de Jaca”, cuyo copista principal es identificado como el conocido maestro de capilla Francisco Viñas, y sobre una serie de arias de ópera italiana preservadas en el archivo de la Catedral. Como otras pequeñas ciudades, Jaca no sólo escuchó música local, sino que recibió, con poco atraso, piezas concebidas para los grandes centros urbanos de España y Europa: trozos de zarzuela de Literes, sonatas de Corelli (con interesantes transformaciones), arias operísticas de Johann Adolf Hasse, etc.
Se complementa el tomo con una Antología musical de la Catedral de Jaca en el siglo XVIII, editada por el mismo autor y con prólogo de Tess Knighton publicada por separado por el Instituto de Estudios Altoaragoneses (Diputación de Huesca) en el mismo año que el libro. Esta colección nos da la oportunidad de conocer personalmente, en ediciones cuidadas y rigurosas, composiciones representativas de la vida musical de la Jaca dieciochesca -tanto de composición local como “importadas”. Para los que no quieran o no puedan leer inglés, la amplia introducción de la antología puede servir de resumen de lo que se trata con más detalle en el libro.
En el trabajo de Miguel Ángel Marín, además de la novedad del método con respecto al campo de aplicación, es de destacar la puntillosa presentación académica y el enciclopédico conocimiento de la bibliografía pertinente que, aunados a un trabajo que se deduce persistente y metódico, le permiten ofrecernos un cuadro muy completo de la vida musical de la población elegida. Mucho más que esto, en realidad; las informaciones y conclusiones de Marín servirán como vectores o guías para los futuros investigadores de otras localidades periféricas e incluso centrales. La crítica que se le puede formular es la que cabe a toda la llamada “musicología urbana”: finalmente el “paisaje sonoro” (soundscape) queda como un capítulo aislado: nuestra comprensión de la música catedralicia no se ve afectada por los demás sonidos de la ciudad. Como historia de la música, completa un vacío cuya existencia misma era ignorada por el dominio de los “grandes compositores”. Como historia de la música, no nos ayuda demasiado a comprender el arte que amamos(8).
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El estudio de Bernardo Illari es, en este sentido, más ambicioso: intenta desentrañar los significados de las piezas musicales en el contexto urbano, dándonos así dimensiones agregadas para su comprensión actual. Su postulado fundamental es que la sociedad y cultura de las colonias españolas durante el régimen de los Habsburgos pueden ser comprendidas a través de la metáfora de lo policoral: estaba compuesta por estados (grupos basados en su estatu o profesión: clero, militares, una corporación, etc.) más que por individuos. El lugar que hoy ocupan las divisiones “horizontales” de clase estaba empleado por unidades “verticales”-los estados- cada uno de los cuales incluía niveles altos, medios y bajos. Como en la textura de una pieza policoral, la unidad de acción no era la línea individual, sino un grupo de voces o instrumento (un coro), coordinado por el plan maestro provisto por el bajo continuo. Esta característica de la estructura social tiene su contrapartida en la música ejecutada en la catedral: habría un “deseo policoral” en las autoridades eclesiásticas, una aspiración hacia el predominio de este tipo de música por sobre todos los demás.
La metáfora funciona en general bien; sólo algunas veces, como suelen hacer las metáforas, cobra vida propia y lleva a su creador a confundirla con la realidad que quiere describir. Por ejemplo, la observación de que ciertas composiciones de Durán y Chavarría permiten un lugar a los ministriles de clase baja en el coro más prestigioso de los cantores, aunque no los equiparan en estatu, es seguida por la queja de que “por esa razón, estas obras no ejercieron una influencia duradera en el estatu profesional de los ministriles” (p. 126). Si lo policoral es un mera metáfora, ¿cómo habría podido ejercer un impacto real?
Por otra parte, la teoría que subyace al método de tomar la música como metáfora de la sociedad parece ser la de que ésta es una “manifestación de la misma matriz ideológica que generó la estructura social” (p. 20). Mi coincidencia con esta afirmación no podría ser mayor; de hecho, coincide fundamentalmente con la metodología que preconicé en toda una serie de trabajos a partir de 1986(9). Sin embargo, en algunas oportunidades, Illari parece extralimitarse en su aplicación. El “deseo policoral” -más allá de las pintorescas resonancias carnales del término- es considerado como un poderoso agente cuya existencia y efectividad no resulta necesario demostrar, y aún como el sujeto histórico de la narración, con amigos que lo favorecen y enemigos que lo obstaculizan.
Su protagonismo a lo largo de los capítulos 2 y 3, en los que se relata la historia de la capilla musical, hace que ésta se vea un poco forzada, respondiendo siempre a los cambios de fortuna del héroe de la narración; las fuentes citadas no parecen justificar una visión tan centralizada. Se nos habla de las “expectativas de las autoridades” (p. 72), o de “las autoridades, que parecen haber estado ansiando un buen servicio musical” (p. 82), pero no queda claro que estas expectativas y ansias hayan estado tan claramente dirigidas hacia la composición de nuevas piezas policorales como querría el autor. Y, por cierto, el hecho de que no haya en el archivo ninguna pieza policoral anterior a 1680 no nos predispone a considerar este período como una prehistoria, imbuida de una aspiración insatisfecha hacia lo policoral. Para el período de Juan de Guerra y Viedma, en cambio, la combinación de evidencias económica y musical resulta convincente: “La relación entre gastos [en alza] y entradas [en baja] sólo adquiere sentido si la vemos como el resultado de la inclinación de Guerra hacia el alarde [sonoro], junto con las ansias musicales de las autoridades: el deseo policoral en su máxima expresión”.
Otras tesis importantes del trabajo son:
1) la inadecuación del concepto de Barroco mestizo, con el que algunos musicólogos han seguido las huellas de los historiadores del arte. Indios y mestizos ocupaban una posición demasiado subordinada como para tener influencia en las representaciones musicales de la sociedad (p. 107), y
2) el uso del villancico como medio para desarrollar una identidad criolla propia en las primeras décadas del siglo XVIII (p. 160).
La fiesta es el lugar elegido por Illari para el estudio de la sociedad colonial sucrense. Tradicionalmente la fiesta ha sido considerada, en su carácter de espacio de realización de prácticas simbólicas, como una exhibición del poder. El autor, sin embargo, comparte con Foucault la crítica a una visión unidireccional del poder que no incluya la resistencia y negociación. En consecuencia, distingue entre la fiesta como ritual (estructura repetitiva y relativamente invariable) y la fiesta como performance (ejecución dinámica que en cada instancia de la fiesta permite al estudioso atento la identificación de los conflictos y relaciones de poder dentro de la sociedad que la celebra).
Las fiestas son centrales para [la afirmación de] la identidad de los grupos que las ejecutan … [Aunque son] muy eficientes en la transmisión de comportamientos y valores, [también] dejan numerosos intersticios que pueden ser ocupados de diferentes maneras, generando así una lucha social por su control. Si el sentido de una identidad oficial se ejecuta explícitamente en procesiones o ritos, otras identidades, no necesariamente oficiales, emergen en el espacio abierto por las fiestas (p. 18).
Dentro del marco de la fiesta, Illari privilegia a la música como campo de estudio, y dentro de ella, al villancico, porque “su propia hibridez constitutiva” lo hace representar el pluralismo implícito en una sociedad policoral.
La primera parte del extenso trabajo establece el marco histórico, social e institucional de las prácticas musicales en la catedral y en la ciudad en general. Las partes segunda a cuarta exploran tres fiestas en particular: Corpus Christi, la Virgen de Guadalupe y Navidad. Dentro de la primera parte, los capítulos 1 y 2 recapitulan la historia de la capilla musical, desde la óptica, como ya hemos dicho, del deseo policoral. Desde el punto de vista de una musicología positivista, su narración se asemeja demasiado a una trayectoria parabólica, con una cima destacada por la actividad de Juan de Araujo, precedida por períodos preparatorios y seguida por épocas de declinación. Sin embargo, y a pesar de la evidente fascinación del autor por la obra de este compositor(10), Illari logra despertar nuestro interés por los “precursores” y por los “decadentes”, por la esmerada y entrañable atención con que los trata. Además, la curva referida está respaldada, al menos para el período 1680-1730, por un loable y poco común uso de las series numéricas de diezmos, además de las más habitualmente utilizadas: número de músicos en la capilla. Un resultado novedoso del método estadístico es la sorprendente declinación de los solos y el resurgimiento de la música a un coro hacia el fin del maestrazgo de Guerra (p. 97): en esto, la capilla de La Plata parece haber ido contra la tendencia general en el mundo hispano.
En los capítulos 4 y 5, luego de una larga discusión sobre las innumerables y complejas relaciones que tiene el villancico con la música popular, con el teatro y con la danza, y a base de esta propensión del villancico a “referirse a” o a incorporar géneros enteros, el autor propone otra de sus tesis centrales: entender al villancico como metagénero. Si bien esto me parece innecesario, ya que la definición de los géneros es de por sí multicategorial y no sistemática (forma, procedimiento compositivo, función, texto, etc.), resulta útil tener en cuenta esta tendencia del villancico para comprender su historia: “La dinámica propia del metagénero permitió que los villancicos incorporaran las tradiciones cancionísticas del Otro, tal como había sucedido en la Edad Media con el zéjel, la cantiga, o el cosaute” (p. 157). Asimismo, se plantea al [meta]género como un lugar de encuentro entre la doctrina oficial de la iglesia y el mundo de la tradición popular. Esta última está localizada sobre todo en las coplas estróficas, cuya simplicidad cuasi folclórica contrasta con la complejidad del estribillo. La analogía con los sermones de la época, ya comentada por Borgerding con respecto a los motetes(11), es un hallazgo: también allí se encuentra la tensión entre la formalidad de la doctrina académica y la necesidad de utilizar imágenes cercanas al pueblo, comprensibles para todos.
Los capítulos 6 y 7 describen el uso de la música en la liturgia y en las fiestas de La Plata. El conocimiento del autor sobre las prácticas musicales en varias catedrales de España y América hace especialmente valiosa la presentación. Se destacan la importancia fundamental del repertorio de canto llano para la vida musical, el declinar de la proporción de polifonía a fines del siglo XVIII, y la discusión sobre vísperas, con el uso de polifonía sólo para los salmos impares-algo que la mayoría de los investigadores y programadores de conciertos desconocen- y, sobre todo, el señalar un repertorio completo que ritualmente se repetía, con variaciones, año tras año en la catedral. La presentación nos da una imagen de la vida musical catedralicia mucho más certera que la que habitualmente vislumbramos, basada en la preponderancia de lo polifónico y en un constante y progresivo desarrollo de los estilos(12).
Las partes II a IV están organizadas de una manera similar en tres secciones (la fiesta y sus significados, los tipos de villancicos apropiados para ella, análisis de composiciones individuales), pero paralelamente están dispuestos como para lograr un crescendo de intensidad con respecto al tema que más interesas al autor: la creación (o negación) de las identidades locales a través de la fiesta.
La descripción de Corpus es especialmente interesante en lo que se refiere al interior de la catedral, con su mezcla de músicas sonando día y noche en presencia del Santísimo. La tipología de los villancicos al Sacramento es innovadora y meditada: partiendo de los difíciles contenidos doctrinales de la fiesta, y de las alegorías sensibles o intelectuales utilizadas por escritores y compositores, establece varias categorías según cuál de estos elementos predomine. El análisis individual de algunos villancicos es sobre todo semántico; con todo lo aventurado que suele ser esta empresa, a menudo resulta convincente y, sobre todo, enriquecedor para nuestra percepción de la pieza. Por ejemplo, la interpretación de “Los que tienen hambre” (Araujo), si bien arriesgada, es un bienvenido retorno a la humanización de los compositores coloniales, a los que se puede tratar con los mismos criterios psico-socio-biográficos con los que desde el siglo XIX se ha venido tratando a los “grandes compositores”. Eso sí: es necesario, como lo ha hecho Bernardo Illari, obtener una exhaustiva información local y biográfica para no caer en la banalidad. El análisis de “Todo es amor” (Chavarría), por otra parte, es un excelente ejemplo de un enfoque interpretativo basado en un trípode apoyado en la exégesis literaria y filosófica, el conocimiento de la teoría musical contemporánea y una recepción musical creativa. En cambio, creo que la interpretación de “Águila real” (Tardío) encuentra correspondencias donde no las hay (la similitud musical del compás 1 con el compás 36, que no me parece significativa, es la base para una lectura sofisticada del texto del villancico(13).
En el estudio sobre la fiesta de la Virgen de Guadalupe comienza a aflorar la “batalla de los símbolos” entablada entre blancos, indios y mestizos por el control de espacios y significados. Es valioso el tratamiento de un género característico y poco estudiado: las Salves castellanas (glosas sobre el Salve Regina). La falta de investigaciones sobre el villancico peninsular no permite saber hasta qué punto la tradición es distintiva de Sucre.
Más allá de algunos hallazgos, como el rasgo de humor que significa comenzar en tono de jácara un villancico sobre ángeles, encuentro que la caracterización de Juan de Araujo como “falto de simpatía por todo lo local” (p. 455) es excesiva, y está basada en una imagen construida más que en la evidencia aducida. La no-referencia a circunstancias locales reprochada a Araujo es la norma en la composición de villancicos en el mundo ibérico. Por ejemplo, entre los cerca de 800 villancicos compuestos por José Martínez de Arce para Segovia y Valladolid, no creo que haya media docena que hagan referencia explícita a algo característico de la ciudad. Lo que hace Araujo es seguir la práctica española: no innovar; esto no es expresar una ideología alienada. Por lo demás, cuando Illari encuentra una única referencia local (en la trova araujiana de “Salga el torillo”, compuesto originalmente por Diego de Salazar), la atribuye a vejez o descuido (p. 455). ¿La excepción que confirma la regla? ¿O un intento de Araujo por romper un silencio impuesto? Las interpretaciones posibles de este gesto son múltiples, si no nos dejamos dominar por una idea preconcebida. En cambio, la identificación de Roque Jacinto de Chavarría (un buen compositor, hasta ahora semidesconocido, “descubierto” por Illari) con el grupo criollo resulta promisoria por basarse en una interpretación de la música que no parte de los presupuestos nacionalistas de hoy, sino de una imaginativa recreación de la ideología de la época, basada en el conocimiento detallado de la historia local.
Las secciones dedicadas a la Navidad comienzan por la formulación de una útil tipología de tópicos usuales en los villancicos correspondientes. Siguen con un capítulo dedicado a los encantadores “rorros”, o canciones de cuna para el Niño, con promisorios comentarios sobre una posible “escuela platense”, relacionados con un tipo de desarrollo específicamente andino. Luego de una sección dedicada a resaltar el carácter teatral de muchos villancicos (es buena la idea de una continua gradación entre el teatro hablado y el villancico puramente lírico y la adopción del término “villancico teatral” -yo quizás diría “dramatizado”), Illari aborda su preocupación central: la representación músico-literaria del Otro. El autor denuncia, creo que por primera vez en la bibliografía publicada, el silencio de los latinoamericanos sobre los antecedentes españoles de las negrillas, que había llevado a nuestros musicólogos a declamar sobre una supuesta originalidad americana. Sus comentarios sobre los villancicos de indios, enmarcados convincentemente en las discusiones contemporáneas sobre la institución de la mita, constituyen un verdadero broche de oro del estudio. Sin embargo, nos parece que el enfoque analítico está impregnado de una concepción excesivamente primermundista de las diferencias. Toda burla es tomada como signo de desvalorización y, sobre todo, de afirmación del Yo “normal” en contraste con el Otro caricaturizado: “La misma definición de Otredad que presentan estos villancicos no quiere desarrollar diferentes identidades, sino reforzar un sentido del Yo – Yo castellano en la península, convertido en Yo caucásico en las colonias”. Me parece innegable que falte la intención de desarrollar identidades en los grupos subalternos, pero al mismo tiempo creo que el humor de los textos los salva de ser meras manifestaciones de una ideología racista. Los judíos somos los primeros en reírnos de los “chistes de judíos”, y hemos construido una identidad grupal que incorpora y a menudo valora positivamente los rasgos de la caricatura. Las catedrales de Galicia conservan numerosos “villancicos gallegos”, de los que presumiblemente tanto reían los gallegos como los castellanos o los extremeños. Los villancicos no sólo se ríen de grupos sociales subalternos; también se mofan de muchos privilegiados: escribanos, maestros de escuela y alcaldes. Dentro del género existe una buena cantidad de villancicos “de monsiú”, en los que el objeto de hilaridad es un francés, durante el período en que el Rey de España era un Borbón(14). Es mi opinión que la conjunción de la falta de humor de los movimientos reivindicativos de las minorías en Estados Unidos con la voluntad de demostrar una tesis, ha llevado al autor a olvidar su declarada adhesión a una visión del poder multipolar, al papel activo que juegan todos los grupos en una sociedad y, sobre todo, a la facultad de reír por el hecho mismo de reír.
La tesis de Illari, se habrá podido apreciar, es un texto muy original dentro de la literatura musicológica enfocada sobre la música de las catedrales. La brevedad de las secciones destinadas a los objetos tradicionales de la musicología colonial(15) es quizás inevitable en un estudio de estas características, pero no deja de tener sus inconvenientes. En muchas ocasiones nos quedamos hambrientos de mayor información (la colección de la monja María Luisa Navarro, de la cual no llegamos a saber nada, p. 447), de elementos probatorios (el “código secreto” del maestro Guerra, p. 37-40, o la viabilidad de las filigranas del archivo como elementos de fechado), o de construcciones formuladas in mente por el autor y no comunicadas al lector (“el estilo más terso y espectacular cultivado por Araujo en la década de 1690”, p. 417).
Especialmente me deja insatisfecho que no se presente la documentación completa sobre los músicos pagados por la capilla. No sabemos, por ejemplo, si los datos sobre el registro vocal de los cantantes están completos y, por consiguiente, nos sorprenden algunas deducciones con respecto a la práctica de la ejecución: ausencia total de tiples y altos adultos, duplicación de las voces del coro de ripieno (todo esto en p. 82). En ausencia de estos datos resulta imposible evaluar la reconstrucción de Illari acerca del orgánico disponible. Ya de por sí las cuentas resultan en la generalidad de los casos insuficientes para esta tarea: en el libro de Marín vemos que entre 1690 y 1790 nunca hubo en las listas de Jaca más de dos cantores adultos y, sin embargo, hay repertorio a 10 y 11 voces. La capilla de La Plata era comparativamente numerosa: en Valladolid entre 1670 y 1721 nunca hubo más de 18 músicos en las listas, incluyendo 4 a 6 niños; su repertorio estándar era a 8 (dos coros de cuatro voces cada uno) y los villancicos grandes (Calenda, San Pedro, etc.) a 12 en tres coros(16). Sin datos más específicos, resulta difícil aceptar las limitaciones a la policoralidad que supone Illari, ya que los maestros de capilla de Chuquisaca contaban generalmente con 25 o más músicos.
Por otra parte, los aciertos del método elegido son numerosos. El enfoque desde la fiesta, aunque difumine la existencia de tópicos utilizados en villancicos para diversas advocaciones, permite una visión integradora de lo sonoro con lo social. La discusión de los tópicos de villancicos, organizada por categorías, es lo más amplio y sistemático que hay escrito sobre este tema. La interpretación de textos y música viene a llenar un vacío generado por la dificultad de análisis del género, la pobreza de la mayoría de los intentos anteriores y la falta de modelos analíticos no basados en el paradigma germánico del siglo XIX. La mira puesta en lo local sin perder de vista el contexto general nos permite encontrar gérmenes de una tradición regional, con modelos y tradiciones propias, que iluminan el área más tradicional de la evolución estilística. Y la exhaustiva investigación de fuentes y la lectura analítica de las mismas nos brindan a cada momento descubrimientos inesperados (la hipótesis de un libreto perdido, las atribuciones falsas en las fuentes, etc.).
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No ha sido mi intención en estas líneas hacer una comparación valorativa entre los dos estudios comentados. El mayor espacio y la visión más crítica dedicados a la tesis de Illari se deben al carácter más especulativo de sus razonamientos y a mi interés personal por su metodología; por otra parte, una versión futura en forma de libro indudablemente pulirá alguno de los aspectos aquí evaluados. Ambos estudios se constituyen de aquí en adelante en auxiliares indispensables para los especialistas y en lecturas de gran provecho para todos los interesados en el tema y en la problemática de la metodología musicológica.
La disponibilidad de estos dos magníficos trabajos debe dar impulso a una renovación (ya en marcha) de los estudios sobre la música en el mundo hispano de los siglos XVII y XVIII. La complementariedad de sus enfoques nos acerca más a una imagen polidimensional de esa música. Afortunadamente, contamos con otras excelentes publicaciones recientes que contribuyen a enriquecer esa imagen: el estudio de Javier Suárez Pajares(17), con su completa transcripción de las actas capitulares y su detallada descripción del funcionamiento interno y los avatares económicos de la Catedral de Sigüenza, o la tesis de Álvaro Torrente(18), con una minuciosa investigación de la Catedral de Salamanca (19). No cabe duda que, a base de todas estas nuevas contribuciones, los estudios especializados del futuro tendrán la ventaja de una perspectiva más amplia sobre su objeto de estudio.
http://www.revistas.uchile.cl
2Hay excepciones, como el grupo nucleado alrededor de Juan José Carreras, el trabajo de Juan Carlos Estenssoro, etc.
3Aunque es cierto que los primeros dos capítulos de la primera parte recapitulan la historia de la música catedralicia de una manera compatible con la tradición.
6En la página 85 el autor recoge la información de la voz “Valladolid” del Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana con respecto al comienzo del uso de violines en la capilla catedralicia de esa ciudad en 1712. En realidad, el uso ocasional de violines se remonta al menos a 1690, y su uso continuado (aunque nunca aparecen en actas o cuentas hasta por lo menos 1718), comienza en 1709.
7Por ejemplo, dos de los tres bifolios en que está copiado Escuadrones soberbios de la noche (que estuvieron alguna vez cosidos entre sí) están encabezados como “2° [3er] borrador”.
8En la diferencia de énfasis marcado por las cursivas sigo a Dahlhaus 1996.
9Waisman 1988: 75-93, y una serie de trabajos subsiguientes.
10Que lo lleva a postularlo (seguramente en forma involuntaria) como héroe sin defectos: El villancico “Los velos que son cortinas”, que es “algo desmañado (clumsy)” [está repleto de quintas paralelas], fue “seguramente ejecutado cuando Araujo no estaba allí para mejorarlo” (p. 517). ¿No pudo haber tenido pereza Araujo?
12Un par de observaciones con respecto al uso de villancicos: Illari considera “usual” el empleo de 8 villancicos para Navidad. En realidad, las prácticas son variadas, según la localidad e institución: 7, 8, 9 y hasta 11 villancicos figuran en los pliegos, con distintas distribuciones entre vísperas, calenda y maitines. La afirmación de López Calo sobre la mayor magnitud de los villancicos de calenda, disputada por Illari, se corresponde con la realidad en los casos españoles que conozco, mayormente el de Valladolid.
13Por otra parte, ésta es una de las piezas del suplemento musical que resultan una buena contribución por su interés artístico-musical.
14Esto se aplica a “Vaya de adivinanza” tratado por Illari (p. 568) como una seria expresión de xenofobia en la que el francés está debajo del genovés y apenas arriba del indio.
15Quizás la existencia previa de un catálogo publicado (Roldán 1986) ha contribuido a disuadir al autor de entregarnos su detallado registro del repertorio sucrense. Sin embargo, la manifiesta diferencia de calado entre uno y otro catálogo hace necesaria y deseable la difusión del de Illari. Lo esperamos, quizás en forma de base de datos en CD, cuando la tesis sea publicada en forma de libro.
16Alrededor de 1700 desaparecen las composiciones a 12, pero aparecen numerosas piezas a 11, con un tercer coro de violines y clarín.
19Aún falta algún catálogo de archivo que sea detallado, riguroso y “razonado”, a la altura de los trabajos de la mejor musicología “positiva” germánica y anglosajona.
BIBLIOGRAFÍA
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