La figura del juglar es, con mucho, una de las más atractivas e interesantes de toda la Edad Media. Y también una de las más fácilmente identificables. Uno se topa con el retrato del juglar en el colegio o el instituto, en las clases de Literatura, y ese retrato permanece inalterado en la imaginación a lo largo de los años. La experiencia docente así lo confirma: los mismos alumnos incapaces de retener los nombres de don Juan Manuel o Garcilaso de la Vega no suelen olvidar, en cambio, la estampa de ese artista nómada que recorría los pueblos, las plazas y los mercados divirtiendo a las gentes con una mezcla de espectáculo circense, teatro callejero, relatos y coplas. No deja de ser sorprendente la facilidad con la que entienden qué era un juglar quienes, por su juventud, no han conocido ya directamente los últimos vestigios del oficio (si acaso habrán visto alguna vez a los gitanos de la cabra), y desde luego tampoco saben de él indirectamente, a través de canciones como El titiritero de Joan Manuel Serrat o de películas como El viaje a ninguna parte de Fernando Fernán Gómez.
Escrito por Pedro Martin Baños