Acotaciones sobre algunos conceptos errados con el flamenco (1)
Autor: HOCES BONAVILLA, Sabas de
Entre los gruesos muros de un antiguo caserón madrileño, se oyó durante bastantes años y hasta hace ya algunos, la voz hierática pero sapientísima de un maestro y folklorista que enseñó a promociones enteras de músicos, sobre las más genuinas expresiones del pueblo español, en sus danzas, canciones y tonadas instrumentales. Se trataba, el lugar evocado, del anterior Real Conservatorio de Música y Declamación, sito en la calle Ancha de San Bernardo a la altura de la del Pez, frente por frente con la también antigua Universidad Central de Madrid. El personaje de mi recuerdo, era un catedrático de la asignatura, sin cuya cita no es posible hacer hoy en España una semblanza folklórica: D. Manuel García Matos. Todavía le retengo en la memoria esforzándose en dominar su humildad para ilustrarnos, fuera de programa, sobre los bravos y descoyuntantes pasos de una jota aragonesa, tras precisarnos que el pañuelo con que se toca el maño la cabeza, se llama “cacherulo”. Lo que más me llamó la atención, es que se sabía también cómo había que ponérselo y anudarlo. Desde aquella imagen, estoy convencido que si “el folklore representa la infancia del arte”, los folkloristas pueden considerarse muy bien como “el arte de permanecer infantiles…”.
Ahora que ya no podemos oír más a aquel gran niño apasionado por las músicas del pueblo y del que suponíamos íbamos a disponer indefinidamente -antes de una malhadada operación quirúrgica en la que se quedaría- es cuando algunos reparamos en lo poco y lo mal que le escuchamos cuando podíamos…; el desperdicio que hicimos, cuando le teníamos, de sus interminables saberes sobre la materia de sus enseñanzas, hechos a golpe de monte y camino, con un recorrido por la península equivalente a diez vueltas a nuestra periferia, dando la más exhaustiva y eficaz batida que nadie hiciese antes al país folklórico, durante los años finales de la década de los cincuenta y cuyo colosal trabajo ha quedado recogido en una “Magna Antología”.
Tengo que lamentar que mi asistencia a sus clases fuera informal, discontinua, anárquica y semibaldía, por desliz de unos años míos, bastante insolentes -lo crónico tratándose de mí-, en los que malamente soportaba los caducos sistemas y programas musicales habitualmente practicados por nuestros Conservatorios, cuya enseñanza o formación técnica, ha ido siempre muchos años por detrás de la realidad. En mi rechazo, cayeron de rebote algunas asignaturas y maestros, que no pasando por mis proyectos en mi particular valoración de entonces, hubiéranme en cambio resultado muy beneficioso considerar más seria y continuadamente. No obstante, en el esfuerzo por reconstruir la memoria de las lecciones impartidas por García Matos, todavía resuenan en mis oídos los preliminares planteamientos que hacía cada curso, para aclarar el área de su asignatura:
“El folklore -recapitulaba D. Manuel en una de sus más importantes lecciones- cuenta básicamente con tres rasgos imprescindibles y característicos para deslindarlo de lo que no es folklore, a saber: 1) Tiene que venir de un ámbito de antañas tradiciones. 2) No ha de ser nunca manifestación de un individuo caracterizado, mostrándose por tanto anónimo, y 3) Se produce preferentemente dentro de formaciones humanas colectivas.”
Hasta aquí la lección de García Matos. Otras escuelas posteriores y más reductoras, añaden nuevas características como la condición de oralidad o agrafía, funcionalidad o vigencia, espontaneidad lugareña o no institucionalidad, etc., con las que podemos precisar más perfiles, pero que no modifican sustancialmente esos tres rasgos primeros, suficientemente determinantes de “lo” folklórico y que en definitiva resumimos en: tradicionalidad, anonimato y colectividad.
Sentado esto, vamos a ver la posible aplicación que puedan tener estas delimitaciones de lo folklórico, para introducirnos en una primera indagación -con carácter por ahora simplemente divulgativo- sobre el enmarque musicológico que quepa hacer con el flamenco. No es ninguna tontería el propósito, si tenemos en cuenta que todavía, la general creencia de que goza el flamenco “a priori”, es considerarle, incluso por parte de músicos y compositores, dentro de una manifestación netamente folklórica de nuestro país, ocupando un lugar más o menos original y destacado con respecto a las demás diversas formas que nos distinguen, pero en definitiva como tal folklore, al fin y al cabo.
Estimo que hay que sacar, a los que así piensan, de esta creencia -cuanto más a los propios músicos y folkloristas- que mantienen tal error de bulto sobre el particular, debido sin duda a las deformaciones habituales -por no hablar de carencias y mutilaciones- de una instrucción musical pública que practica sólo, y cuando la practica, la enseñanza clásica o académica -por la que se cae en el maleficio de asociar música exclusivamente a Conservatorio- postergando y subvalorando el cultivo de lo no académico, es decir, el fomento de las propias culturas musicales autóctonas, del folklore musical, en definitiva, que sufre además el vertiginoso acose de los medios de comunicación modernos, puestos al servicio de toda esa plaga de música “apátrida” que sale por todas partes, arrasando la cultura musical de los pueblos y reduciendo a éstos al desamparado papel de algo así como los restos de un desastre histórico, al parecer inevitable, dentro del naufragio general de las manifestaciones folklóricas, sometidas por añadidura al bombardeo cotidiano de esa criada electrónica -y como todas las criadas, analfabeta- que es la televisión. Antes de la invención de esta caja de Pandora, el etnomusicólogo inglés Cecil Sharp, decía que Inglaterra era tan rica folklóricamente que “hace treinta o cuarenta años cada pueblo británico parecía un nido de pájaros cantores” y añadía temeroso: “en los próximos diez años podremos encontrarnos con nuestro folklore medio extinguido”. Se quedó corto, porque hoy el 90 % de las recopilaciones que hizo en vivo y metidas en dieciséis colecciones de música popular inglesa, no las cantan ya “ni los más viejos del lugar”.
Vamos pues a enunciar la tesis que estábamos planteando y que sorprenderá a más de uno, al formularla en contra de esa común creencia que considera al flamenco como una manifestación folklórica, lo que no compartimos en absoluto, desde un punto de vista musicológico. En efecto, bajo una estricta aplicación de la propia ciencia folklórica, lo que hay que afirmar y hacer saber de una vez, es justamente la teoría o postulado contrario, es decir: El flamenco no es un folklore. Antes de seguir, pido excusas a la dirección y lectores de esta publicación, por pretender ocupar unas cuantas páginas de su valioso y dosificado espacio, tratando de exponer tan sorprendente declaración -en una Revista de Folklore- que nos autoeliminaría de dar más explicaciones. Esperamos de la benignidad de todos, considerando el interés del tema, nos sea concedida de buen grado la inmediata oportunidad de aclarar la paradoja, a fin de deshacer el embrollo.
En efecto, la tradicionalidad del flamenco como hecho de manifestación pública, apenas si rebasa el siglo, todo lo más siglo y cuarto -desde la época en firme de los cafés cantantes- permaneciendo anteriormente más como un fenómeno subrepticio y sordo -hermético, se le ha llamado- de familias gitanas, antes que como una abierta exteriorización musical de arte popular. Es poquísimo, ese plazo de siglo y pico -aunque sean dos, echando otras cuentas- singularmente en estas materias de las costumbres populares, para calificarlas o definirlas como tradicionales. Aunque parezca sorprendente -y esto es poco conocido- tiene más historia comprobada un “holler” negroamericano, que una soleá flamenca, y si en EE.UU. el holler -primitiva canción chillada de la servidumbre negra en Norteamérica, cuyo comercio de esclavos se inició en 1619 con un primer desembarco en Virginia de catorce individuos- puede ser tenido por folklórico, es por la sencilla razón de que EE.UU. es un pueblo sin historia, en sentido cronológico. Por contra, en un viejo pueblo europeo como el español, no acostumbramos a acceder al baremo de lo tradicional, con una manifestación folklórica que no rebasa el siglo y medio de vida pública, independiente del tiempo de gestación, que éste es otro problema, por cierto, bastante oscuro. Nuestro sentido histórico del tiempo funciona por aquí de otra manera y por lo general con mucha más largueza o parsimonia.
Referente al segundo rasgo que define “lo” folklórico, el anonimato, es perfectamente conocido cómo desde esas primeras exteriorizaciones del cante flamenco, iniciadas decididamente a mediados del siglo pasado o precariamente a finales del XVIII con personajes de contornos tan borrosos, por no decir míticos, como el Tío Luis el de la Juliana, es bien conocido, decía, que en el flamenco se da el fenómeno de la identificación, tanto en el plano biográfico del intérprete, como por el otro, más musicológico, de la personalización de formas o cantes, según las leyes de la transmisión oral, que al no producirse ésta de modo exacto, matemático, en sus elementos musicales -alturas tonales, figuras métricas, ritmos melódicos…-, permite una modificación agógica, término éste introducido por el pedagogo, teórico y musicólogo Hugo Riemann, para explicar la alteración dinámica que puede sufrir con el tiempo la interpretación de una línea melódica en función de su propia vitalidad o simplemente por renovados criterios de expresión, lo que lleva en ciertos géneros, como el flamenco, a un despliegue de nuevas formas o variantes, imperceptibles mientras se producen, pero verificables cuando han cuajado en determinados márgenes de tiempo. Es el principio de la “autocorrección”, por el que un género musical se considera vivo, si muestra esas leves variantes; por el contrario se juzga petrificado -y según en qué casos, a extinguir- si tales alteraciones no se experimentan. Pues bien, en dicha identificación -biográfica y morfológica- del flamenco, Machado y Alvarez en su época, ya hablaba de veintiséis clases de tonás diferentes -hoy se conocen hasta treinta y cinco nominaciones históricas- según le daba noticia el cantaor Juanelo, todas ellas tituladas por el nombre de sus intérpretes particulares: toná del Tío Luis, toná de Blas Barea, toná del Tío Rivas, toná del Cuadrillero, toná de Curro Pabla, toná de Juan el Cagón, toná del Tío Mateo…, etc., etc. ¿En dónde está pues el ejercicio de anonimato, ya desde los intérpretes flamencos históricos? ¿y qué decir al respecto de hoy?
Otro tanto podría argumentarse, sin necesidad de ser un experto flamencólogo, sobre el tercer rasgo de la condición folklórica, cuando se especifica que ha de producirse colectivamente. Si hay algo que anda latente en el espíritu del flamenco, es su individualidad como medio y motor de expresión, para versar sentimentalmente por toda esa gama de situaciones que conlleva la existencia humana, pero que el andaluz exacerba en sus más relevantes vivencias personales: la muerte, el amor, el sufrimiento, la fatalidad, la honra, el anhelo… Podrán tener estos lances una liturgia comunal de la que se forme más o menos parte, pero al cantar sus vicisitudes, el flamenco necesita, exige, la cicatriz cercana y personificada, o no rebasará la emotividad de una crónica juglaresca. El cantaor flamenco habla en primera persona. El es víctima y verdugo, confirmando que la muerte, el desamor o el sufrimiento, los experimentamos solos, como trances rotos de nuestra “separatividad” de las cosas -que decía Fromm-, o sea, de nuestra soledad espiritual con respecto a nuestro entorno, por muy aparentemente relacionados que sociológica y biológicamente estemos con él. El intérprete flamenco, sin necesidad de haber leído al autor de “La condición humana”, capta por su cuenta perfectamente y en su propio medio esa “separatividad” trágica, y, convencido de la imposibilidad de sortearla, opta por cantarla estoico -senequista- explayándola en el continente de unas formas vocales únicas en el mundo y preñándola del contenido de su descripción individualista y subjetiva. Nunca en el cante hondo, o jondo, se platicará por emociones que no hayan sido antes las mordeduras de sí mismo o como diría un caló, en su propia germanía “las duquelas de mi arma”. En este sentido el cantaor flamenco -no profesional- es por definición el más negado artista para “actuar” representando un papel fingido. No le basta al cantaor interpretar el dolor ajeno por actuación, si no está unido a él directa o personalmente. La chispa de sus quejidos más hondos se enciende con pólvora de su propia mecha, conectada al barril de los seres cuyas calamidades pueden ser tan suyas como su fonética:
(amor filial)
vamoh a jincarno e roiya
que ya viene Dioh
a resibil-lo la poresita e mi mare
e mi corasón.
(amor sentimental)
Er queré quita er sentío
lo digo por esperensia
porqu’ a mí ma susedío.
(la animadversión)
Ya te lo tengo jurao
donde quiera que te encuentre
tiene l’ entierro pagao.
(la muerte en bufo)
Ca’a vez que considero
que me tengo que morih
tiendo la capa en el suelo
y me jarto de dormih.
(la muerte en serio)
No la descuches gitana
la voz de quien te lo advierte
que to’os es ilusión vana
y engaño, menoh la muerte
(la fidelidad)
Arrepentía m’eché
a los pieh d’er confesó
me dijo que t’orviara
¡com’ un insurto me dio
(el amor y la muerte juntos)
To’os le temen a la muerte
los ignoranteh y loh sabioh
pa mí sería una gran suerte
que me mataran tus labioh.
Esta frecuente protagonización pasional en primera persona -que no tiene por qué ser invalidada ante modalidades literarias recientes con contenidos de enfoque menos personal y más sociológico- nos indica que la inspiración temática flamenca tiene una arraigada estructura de urdimbre psicológica marcadamente individualista, muy a pesar de las observaciones en contra, que determinadas corrientes estudiosas actuales tratan de hacer valer ahora, por la posible parcialidad de tal interpretación individualista, contrarrestándola ésta a otros textos, con la tradición suficiente como para considerarlos ciertamente propios del género crítico, si bien dentro de un viejo aire “resignado”, a diferencia de las nuevas letras de “intención” que se oyen ahora en boca de cantaores con más conciencia política:
(aire resignado de antes)
Cuando se muere algún pobre
¡qué solito va al entierro!
y cuando se muere un rico
va la música y er clero.
(copla intencionada de ahora)
¡Rico, quítate el sombrero!
¡quítate el sombrero, rico!
que está pasando un obrero
jarto de hacer el borrico.
Estas líneas de “intención”, que salvo raras excepciones no superan el estilo del eslogan mitinero, va a ser difícil, en mi modesto entender, que modifiquen o reemplacen un ápice el indicado substracto individualista -quiere significarse: poco solidario históricamente en instancias políticas- por el que se cimenta el cante jondo -y en cierto modo el pueblo andaluz- a pesar de unos evidentes nuevos planteamientos de tal concienciación política, que parece recomendable desarrollar en la presente transición con el mejor tiento. En cualquier caso, las estructuras mentales y culturales que han conformado durante siglos la idiosincrasia de los diferentes pueblos de España, no hacen a éstos, así como así, vulnerables a reclamos de la nueva legalidad política, que aunque parece haberse admitido con ésta, el reconocimiento de una serie de concesiones, meramente burocráticas por ahora, lo cierto es que mantiene desde su oferta, el proyecto de seguir haciendo abstracción de todos esos pueblos, ignorando el mosaico de peculiaridades, a veces tan diferenciables como las que puedan hallarse, dentro de la península, entre comunidades, por ejemplo, de la esquina gallega con la catalana, o de la cornisa norteña de los vascos con las diáfanas tierras de los meridionales andaluces. Esa mosaiquedad es tan condicionante en la geografía del ámbito folklórico, que el conocidísimo y prolífico musicólogo Felipe Pedrell se preguntaba sorprendido cuando topó con ella: ¿Cómo es posible que una nación tan rica como España en música popular, no haya conseguido mostrar el logro de lucir un canto, un ritmo común, que representara arquetípicamente a toda la nación, lo mismo que a un tirolés le distingue su canto con falsete? (Para quienes piensen que es la jota, es que -como previene socarronamente el crítico musical Xoan Manuel Carreira- no saben ni jota de estas cosas). Pedrell no encontró la respuesta y sin embargo la respuesta está al alcance de cualquiera que no quiera seguir vendado por la ceguera del centralismo: España no es una nación desde el punto de vista étnico, sino un mosaico de nacionalidades en donde se ha confundido y avasallado el concepto estable de nacionalidad cultural (lengua propia, tradiciones originales, etnia diferenciada, instituciones históricas particulares…, etc.), por el concepto variable de la territorialidad de un Estado, que en lo que concierne al nuestro y según en qué siglo, pudo abarcar desde Portugal a Filipinas o por el contrario no rebasar el valle de Covadonga. Lo que ocurre hoy, es que estamos físicamente en un razonable término medio que seguramente se mantendrá, siempre y cuando hagamos por asimilar -particularmente nosotros los estudiosos del folklore- y respetar que fácilmente en la península hay media docena de nacionalidades, aunque no se cuenten más que dos Estados. Tiempos, tiempos hubo en que no había más que uno. Y no es numéricamente imposible que alguna vez pueda suceder que hubiese tres o cuatro, aunque a muchos les pueda parecer, ya solamente la mención, demasiado folklórica. Nos hacemos cargo. No conocen la ciencia folklórica y subestiman la fuerza del espíritu de los pueblos, que están redescubriendo y reclamando los confines y los valores de su propio ser, ante el fracaso esquilmador de las administraciones absolutistas, a las que se rechaza ya en toda Europa que no reconozca el “mosaico” de sus pueblos. Será en ese reconocimiento, donde los Estados a reformar basen su solidez futura. Hasta estos oráculos permite hacer el familiarizarse con el estudio de las culturas populares.
Quede pues bien sentado, tras la disquisición oportuna, que no siento el cante flamenco ni tradicional, ni anónimo, ni colectivo, sino moderno, filiado e individualista, hay que descartar en lo sucesivo la improcedencia de etiquetarlo como una manifestación folklórica propiamente dicha.
Por extensión de las razones expuestas, tampoco podemos seguir admitiendo -según es opinión muy desplegada- el tomar a la música flamenca como arquetipo de música española. Antes bien, lo que hay que poner en tela de juicio dentro de un ámbito popular, es la existencia de “una” música española. Es un corolario de lo anterior. En el solar ibérico insular hay música gallega -les estoy trascribiendo nuevamente palabras de Carreira-, música portuguesa, música vasca, aragonesa, catalana, balear, canaria, castellana, andaluza… Pero no hay ni puede haber -tenemos demasiada riqueza cultural para tal simpleza- música española, como no hay “una” música africana. Esto es tener una oreja enfrente de la otra. Dejemos, eso sí, que nuestros músicos de Conservatorio -al fin y al cabo última capa de arenilla recién llegada a las dunas de nuestra configuración musical- hagan de sus libres abstracciones académicas, lo mejor que entiendan, para comparecer con sus obras como autores de “música española”. Bienvenidos sean y allá ellos con sus intentos totalizadores. Seguramente sólo hacen prolongar la parcialidad ya dada en el plano de las músicas populares, utilizando elementos de una de ellas, para saltar del patronímico al genérico -AIbéniz, Granados, Falla, Rodrigo…,-. De cualquier manera, no deberíamos seguir tomando la parte por el todo, trascendiendo a las granadinas, las sevillanas, las malagueñas, como “la” música española, cuando tan claramente expresan, ya sólo con su nombre, que son músicas localistas y privativas dentro de una sola nacionalidad cultural ibérica.
Ahora bien, una vez aclarados algunos pormenores sobre lo que no es el flamenco -no es un folklore, no es “la” música española-, ¿sería posible explicar algo de lo que sí pueda ser el flamenco o le distinga? Este tema ha preocupado y sigue preocupando a muchas cabezas, que sin haber resuelto plenamente la cuestión, ya han conseguido cuartear algo el espeso velo de tinieblas que suele presentar la investigación. Hay dos perspectivas a considerar, aunque para acometer el problema en su completa dimensión histórico-temporal, habría que incluir ya una tercera y que resultan ser, todas ellas, las que corresponden a una indagación cabal -no conseguida hasta el momento- sobre el pasado, el presente y también el futuro previsible del flamenco. Por supuesto, habría que hacerlo prioritariamente desde estrictos parámetros musicológicos.
Hablar del pasado del flamenco, es sumergirse en una de las controversias más confusas que puede darse sobre el estudio de orígenes de un género. Requeriría un artículo exclusivo -que dejo para más adelante- sólo para intentar descomponer el conglomerado de varias tesis contradictorias, que llevan siempre a un final ecléctico nada diáfano, atribuyéndole al flamenco más de media docena de padres, todos revueltos, a falta de las pertinentes pruebas consanguíneas que eliminarán la impúdica concurrencia de tanta pretendida paternidad para con un hijo que, casi como a aquel maestro de la elocuencia jónica, Homero, dispútanse para su beneficio siete lugares griegos. Es muy verosímil que el flamenco no tenga, en primer grado, más que una madre -Andalucía- y un padre -los gitanos-, pero ahí andan en porfía los hindús, los griegos, los visigodos, los bizantinos, los árabes, los iraníes, los judíos, los bereberes, los moros, y hasta los bantús (¡toma del frasco, Carrasco!)… ¡Ah, por no hablar de Tartessos o de los (supuestos) gitanos de Flandes! Un lío padre, desde luego, que dejamos para una más despejada ocasión. Ahora nos ocupa otro objetivo, pues me encuentro entre los convencidos de la conveniencia de estudiar prioritariamente el presente, que todavía no conocemos suficientemente, a pesar de verlo y oírlo cada vez con más y más empuje, ante nuestros atónitos sentidos. A este respecto, es un tópico de periodistas despistados -o quizá interesados en hacer su ya viejo artículo- referirse a la “desaparición” del flamenco -los desaparecidos que ellos hacen desaparecer, gozan de magnífica apariencia, habría que decir parodiando a Zorrilla- aunque ciertamente haya formas del cante que peligran por desuso, todo lo cual no es sino una ley biológica muy saludable: se sacrifican algunos individuos, pero la especie sigue. Y no solo sigue, sino que se hermosea, hasta tal punto que incluso algunos cantes -en realidad algunos intérpretes- tienden a desembocar en pequeñas licencias de nueva aportación. La guitarra, de hecho, ya alcanza una categoría concertística -repudiada por los que confunden demótica con esclerosis- que ni soñó hace escasamente media generación, o digamos una quincena de años. El flamenco está vivo y es previsible una evolución de sus formas, cuando sus cantaores hayan escuchado más a los tocaores y no les asuste salirse de las cadencias y los intervalos establecidos. Muchas progresiones armónicas de los guitarristas modernos (tan lejos ya en técnica y estilo de los grandes maestros de hace medio siglo) se realizan más con lógica occidental de perfecta y estudiadísima modulación de cuerdas, que en los originales moldes orientales de pasos armónicos más en la “gama”, pero también más “torpes” y monótonos. A mí no me resulta inverosímil que el cante flamenco revierta su formato, hasta ahora intocable, de la cadencia dórica y acabe por originarse un género músicovocal nuevo, precisamente a través de un acceso a concepciones armónicas occidentales, conservando los demás parámetros musicales: melódicos, rítmicos, tímbrico-vocales, fonético-textuales, instrumentales… La conjetura -por la que habrán puesto el grito en el cielo los flamencólogos- no es inusitada. Esto fue lo que pasó ya, en el proceso evolutivo de cantos negros afroamericanos, que eclosionaron por la vía armónica -y también la instrumental- en las primeras formas bardas del jazz, a finales de siglo. ¿Que dejaría de ser flamenco el cante que ensayara tales escaramuzas? Pues, por supuesto… Como el huevo deja de ser huevo en la mayonesa o cierto tipo de espiritual rítmico dejó de ser espiritual en el “ragtime”. Aquí el problema a considerar no es “lo que tiene que ser”, sino “lo que puede llegar a ser…”. Y tengo la sospecha que al cantaor de mañana no le va a conformar nada repetir moldes. Intuyo que se saldrá probablemente de ellos, en cuanto sepa lo que es armonía. Los guitarristas ya lo saben. Por esto estamos en la edad de oro de la guitarra flamenca -algunos dirían de la guitarra no flamenca; si serán cazurros -que es actualmente la poseedora de la técnica más perfecta y asombrosa del mundo, superando a las de cualquier otra escuela, incluida la clásica, tenida ya por insuperable.
Pero todo esto son conjeturas para con el siempre problemático futuro y yo de lo que me proponía hablar ahora para madurar este artículo, era sobre el presente de algunos de los parámetros musicológicos que caracterizan al flamenco, sin que haya que ir a investigarlos a ninguna colección paleográfica -supuesta la grafía de tal cante- ni tener que descifrar ningún palimsesto, para desentrañar sus elementos en la borrosa lectura del pasado que encierra. ¡Lo tenemos delante de nosotros, al alcance de nuestros oídos, rebosante de vida y de misterio, que sin embargo nadie se ha molestado en desvelar todo lo que guarda todavía! Entonces, ¿qué es el flamenco? La incógnita desafía y espera a otro famoso Angel Mai -el descubridor de la “República” de Cicerón- de nuestro tiempo, que se aventurará a rascar con mucha paciencia, la faz deslumbrante y aparente de su música, para ahondar dentro de ella, en donde deben esconderse bastantes claves de entre todas sus incógnitas. Para mí es un problema analítico de estricta morfología musical. Sobre el flamenco se han confeccionado ya muchos, demasiados estudios literarios que no van a rebasar nunca las averiguaciones de un pasado histórico, a duras penas más allá de dos siglos de rastreo posible por ese camino. Es presunción general que el flamenco viene de hace mucho, más dos doscientos años, lo que no está claro es el “cómo”, ni el “cuando”. En tal indagación, los catedráticos de literatura han topado con una falta de datos retrospectivos a partir de finales del XVIII, que al acentuarse esa pérdida de rastro según se retrocede, los invalida progresivamente para resolvernos el problema. Lógico. Porque ¿cómo se iban a desvelar en las investigaciones de biblioteca, los misterios de una cultura que antes se obligó políticamente a permanecer hermética y que traía por añadidura una trasmisión agráfica como es la del cante flamenco? ¿No se ha venido intentando “pinchar” con tenedores de merendar, una empresa que necesita tridentes neptúnicos, por lo menos? ¿y dónde podíamos encontrar la tal herramienta del dios marino, con la que ayudarnos para dormir el mar de problemas e incógnitas que guarda celosamente el flamenco?
Yo voy a señalar aquí, sólo a manera de sugerencia, un par de trabajos, cuyos titulares y autores me parecen dos de las mejores vías posibles para reenfocar el intento que nos alumbre los ocultos rastros, tan necesarios de encontrar, para salir del impasse. Se trata por una parte de la acertada descripción musicológica, que sobre las características del flamenco tiene bien determinadas el experto folklorista, bien documentado, Dionisio Preciado -actualmente profesor en el nuevo Real Conservatorio de Madrid- dentro de su publicación “El Folklore Español” (Ediciones Studio 1969. Bailén,19 -Madrid-13). Y por una segunda parte, la controversia de carácter historiográfico -a caballo con la demosociología y más concretamente con la sociología gitana- que en una prosa vehemente intenta su autor, contra algunos conceptos sobre el flamenco, expuestos por estudiosos como Machado padre, Felipe Pedrell, Manuel de Falla…, etc., todos amantes del cante pero que divulgaron no pocos errores) puestos en evidencia por el apasionado talante de un andalucista, ignorado todavía por muchos de sus paisanos, el abogado Blas Infante Pérez de Vargas, en su obra “Orígenes de lo Flamenco” (Junta de Andalucía, Conserjería de Cultura. Sevilla 1980). Es muy curioso que ninguna de las dos firmas, Preciado e Infante, les sean familiares ni a los más avezados conocedores de la bibliografía flamenca. Tengo la pesarosa sospecha que ello se debe a que ni la musicología, ni menos aún la conciencia política, pasan por la formación ni siquiera suplementaria de bastantes flamencólogos, a los que frecuentemente, sí se les puede reconocer la facilidad pasmosa para debatir temas flamencos, desde el guindo de los dilettantismos literario-esteticistas, en cuyo divertimento, siento no poder acompañarles, porque se debe de pasar allí bastante bien, aunque dudo que valga para entender lo que verdaderamente pueda significar el cante gitano, ni técnica, ni culturalmente. Al cante flamenco lo que le sobra ahora son boticarios y lo que le falta son antropólogos, musicólogos, sociólogos… Cada aficionado es libre de acercarse a un género musical como le plazca, lo que ocurre es que hay algunos de esos géneros -el flamenco es uno de ellos, el jazz otro…- que parece un desperdicio histórico el estimarlos simplemente desde una aséptica postura de filarmónico literario-ilustrado, porque en el desesperado aliento de las músicas raciales, lo que está bullendo no es el remanso de un arrullo para trascurrir estéticamente, sino todo lo contrario, el zarandeo de un grito para resistir moralmente. Creo que este es el dilema que quería hacer notar cómo nos implica a los aficionados que amamos el flamenco: o lo oímos y hacemos esteticismos o lo sentimos y reflexionamos éticamente. Es el antiguo conflicto entre hedonismo y eutrapelia, que ya observó Platón y refirió en su “República” -percatémonos de que música y educación política ya fueron entrelazadas por aquel maestro de maestros-, libro III, páginas 398 a 400, cuando estudiaba el “ehos” o carácter moral de las diversas escalas de los modos griegos, destacando el carácter “blando” -hedonista- de la gama lidia “no conveniente al alma” y su opuesto “viril” -eutrapélico- de la gama dórica, “adecuada para la formación de los futuros guardianes de la ciudad”. Toda una manera de acercarse a la fenomenología musical tan exactamente definida por Beethoven, cuando dijo aquello de “La música es una revelación más alta que la filosofía”.
Vamos a entrar, pues, en la descripción técnica que sobre el flamenco nos hace el padre Dionisio Preciado, comentando por nuestra parte su cabal penetración musicológica. Por razones de espacio, no voy a poder ocuparme en esta ocasión del otro trabajo a considerar, escrito por el andalucista Blas Infante, hace la friolera de cincuenta años y que conteniendo un cúmulo extraordinario de observaciones, exigirá decantarlas en un nuevo artículo, con la densidad suficiente para ocupar toda una colaboración independiente de ésta, aunque enmarcadas ambas en una misma proyección: despejar errores tópico-literarios en torno al flamenco y calarle de una investigación más técnica, con cuyos elementos internos se nos permita la tarea futura de profundizar en sus obscuros orígenes, o incluso prever el porvenir.
El musicólogo Preciado reúne las siguientes características, verificadas por el análisis técnico que le permite hacer su licenciatura en ciencias musicales:
1º Microtonalismo.
2º Portamento.
3º Reducido ámbito tonal.
4º Enarmonía modulatoria.
5º Reiteración sobre una nota.
6º Barroquismo ornamental.
7º Cadencia dórica.
8º Ausencia aparente de ritmo fijo.
9º Canto dolorido.
10º Improvisación.
Naturalmente surge la conveniencia de explicar estas cualidades, aunque sea someramente, para que no se quede su nominación en puro exorcismo de iniciados. Vamos con ello.
Se refiere el microtonalismo, a las divisiones de altura total que existen y se pueden cantar, dentro del intervalo de una nota diatónica a su contigua. En el sistema occidental, llamado “temperado” que fue planteado primero por Zarlino (1517-1590) -al parecer antes por el andaluz Ramos de Pareja (1450-1525)- y perfeccionado finalmente por Werchmesister (1645-1706), la disposición de intervalos consiste en dividir la octava en doce partes iguales o semitonos, que es la unidad interválica más pequeña de nuestras escalas. Pues bien, el cante flamenco usa unidades melódicas más pequeñas todavía, hallándose los tercios, los cuartos, sextos… de tono, sin que hasta la fecha se haya dispuesto nadie a investigarlo, precisando cuáles y cuántos.
No debería ser éste un problema técnicamente insoluble a estas alturas, si tenemos en cuenta que la acústica electrónica controla ya multitud de intervalos fraccionarios diversos, de antiguos sistemas -el apótome, la limma, la diesis, el pyknon, la comma, la parve, el schisma…-y los mide todos ellos con diminutas unidades logarítmicas modernas como el savart, el cent o el prony. Así por ejemplo, una octava tiene 300 savart o 1.200 cents (el prony = 100 cents) mientras que el mismo intervalo de los ocho tonos diatónicos occidentales sólo equivale a 24 cuartos de tono casi correspondientes a los 22 srutis de las escalas hindús. La construcción, al respecto, de un “estroboscopio de análisis horizontal” -debidamente amplificador- lo que no debe ser muy difícil para la actual ingeniería electroacústica -sería tan valioso instrumento de investigación para la musicología, como el microscopio lo ha sido para la etiología clínica. Lo que ocurre -perdónenme el sarcasmo- es que como nadie se ha muerto hasta ahora de un fandango que se sepa, entonces los musicólogos nos dedicamos a tirarnos los trastos, sin que nadie nos haga mayor caso en disensiones tan frecuentemente baladís, como p. e., buscarle la partida de nacimiento a Tomás Luis de Victoria -con permiso de D. Samuel Rubio- o determinarle de una vez el verdadero nombre de pila a “El Pillo” -siempre y cuando nos lo permitan los flamencólogos, que para eso son los dueños del belén, o así parece y ellos se lo crean-. En fin, dejemos el inciso y sigamos, que no está la Magdalena para, tafetanes.
El portamento es, en ejecución musical, el tránsito ligado de una nota a otra, ya instrumentalmente, ya con la voz. Cuando se hace en instrumentos de tecla y viento -o ,de llaves- no hay más remedio que deslizarse en intervalos cromáticos, propios de nuestro sistema musical. En cambio con la voz y los instrumentos cordófonos -de diapasón no trasteado- se puede pasar por fracciones de tono menores a los que permite la escala cromática. Es lo que sucede en el cante flamenco, distinguiéndose de entre cualquier otro género de su misma especie microtonal -la música norteamericana, por ejemplo- precisamente en la disposición original -aún por descifrar- que hace, según las escalas internas que le son propias a su sistema enarmónico primitivo.
El ámbito tonal o tesitura del cante jondo, se desenvuelve habitualmente dentro de una sexta, que es un intervalo de cuatro tonos y medio, lo que resulta una extensión de cuerda vocal sorprendentemente corta para la impresión de esfuerzo laríngeo que da el cante flamenco. Y es que tal impresión, no se logra como en la escuela de canto clásico por el alarde de usar una cuerda muy “larga”, sino por cantar en los límites dramáticos de los registros fonéticos del cantaor. Además esa aparente cortedad de notas posibles, es una apreciación viciada por nuestra educación de Conservatorio, ya que los tales cuatro tonos y medio los convierte el cantaor 1º) por su microtonalismo, en una innunerable cantidad de nuevas notas tonofragmentadas, no comprendidas en la simpleza gráfica de nuestro pentagrama, y 2º) por su dicción, en otra cascada de variantes tímbricas, que aplicadas a una misma nota, multiplica las disponibilidades sonoras de una manera incalculable: Unos diez fonemas por cada vocal, total cincuenta vocalizaciones diferentes simples. Hay que añadir, cómo afectan las incalculables consonantizaciones…
La enarmonía fue el sacrificio que tuvieron que hacer los teóricos renacentistas, para conseguir establecer la escala diatónica conteniendo doce intervalos cromáticos iguales, como hoy los conocemos y practicamos en la música occidental. Desde entonces, para nosotros es lo mismo un semitono cromático -el comprendido entre dos notas contiguas de distinto nombre- que un semitono diatónico -el comprendido entre dos notas contiguas de distinto nombre- ocurriendo, por el contrario, dentro de los conceptos de la enarmonía primitiva que entre tales semitonos existe la diferencia interválica de una comma -o coma- sintónica, equivalente a un noveno de tono. Este brevísimo intervalo, despreciado por el “sentido práctico” de nuestra cultura técnica, es el secreto -y el culpable- de que la música occidental haya venido siguiendo unos derroteros consistentes en una progresiva pauperización melódica en comparación con la técnica vocal de los modos orientales, debido sencillamente a nuestro sometimiento a la escala “uniformemente temperada” carente de microtonalismos. En favor de ella hay que señalar, que sin tal disposición temperada de los sonidos diatónicos, no hubiera sido posible el desarrollo de la armonía, ni el descubrimiento de la modulación y por lo tanto tampoco el avance de la polifonía hacía la técnica contrapuntística que culminaría en las obras maestras del siglo XVIII. En otras palabras: Bach no hubiera sido posible .
Otra de las características técnicas del cante jondo apuntadas por el padre Preciado es la reiteración sobre una nota y sus próximas cromáticas. Efectivamente, es éste un señuelo musical para ganar antes y después de cada tercio -o verso de la copla- el aire dramático de un sentimiento reclamado obsesivamente, tras el vuelo libre de cada frase melódica. La fisiología acústica explica cómo toda reiteración sonora con una nota y sus próximas -más o menos relacionadas musicalmente- es un recurso frecuentemente utilizado, no ya por los géneros melismáticos como es el flamenco, sino por los modernos signos acústicos de comunicación humana, para urgir la atención de una expectación sobrecogedora. Recordemos las llamadas fúnebres de campana o las señales de vehículos en servicio preferente: ambulancias, policía, bomberos… En flamenco no sólo se recurre a este efecto -tan llamativo y eficaz como un reflejo condicionado– con la voz, sino igualmente con la guitarra, en los característicos preámbulos del instrumentista -el tocaor- cuando rasgueando los compases iniciales en los toques “por arriba” resulta el efecto aludido mediante la inserción ligada -con la armonía- de dos notas contiguas, mí-fa, mí-fa, mí-fa, de la siguiente manera:
y en los toques “por en medio” con el mordente de dos notas sucedidas a la correspondiente altura tónica del acorde, la -(si b, la), la- (si b -la), la (si b -la), es decir:
observándose fácilmente en ambos casos, la función de apoyaturas que desempeñan dichas notas de adorno, siendo en el primer caso: lenta, simple, ascendente de grado y anticipación, y en el segundo: rápida, doble, circular, también de grado e igualmente de anticipación.
Ambas ilustraciones quedan empalidecidas por lo que ocurre en el toque de mineras:
Sobre el barroquismo ornamental, todo el mundo se percata de ello al poco de oír un cante flamenco, propio también de las técnicas orientales de interpretación vocal, que permite el microtonalismo. El padre Dionisio Preciado señala que dicha ornamentación está supeditada siempre a la expresión textual, coincidiendo con el clímax de algún momento cumbre o paroxismo musical tan afín a la sensibilidad cultural andaluza. Aporta Dionisio Preciado el juicio de Falla -de quien incorpora parte de su tesis flamenca- por el que sagazmente nos descubre cómo tales géneros ornamentales, sugeridos por un arrebato emotivo, deben ser tenidos mejor por especie de “amplias inflexiones vocales”, es decir, cante hablado desgarradamente fuera de toda posible pentagramación, en la que nosotros occidentales estamos siempre tratando de traducir y meter nuestras percepciones musicales, sin darnos cuenta que es, además de una simpleza pretenderlo, una falsificación de esos pasajes paroxísticos que dejan, por instantes, de ser mero canto y simple música, para pasar a mostrarse como un ancestral rugido fisiológico, resumidor fonéticamente de toda la angustia humana hecha exorcismo, arte y catarsis. A este último respecto, un sociólogo ha dicho, que sin la sublimación del cante jondo y sin el desahogo cruento de las corridas de toros, los andaluces serían todos malhechores y bandoleros -textualmente: “…subiría enormemente el índice de criminalidad…”- al no disponer de otro medio con qué descargar psicológicamente la opresión de sus injustas estructuras sociales y económicas. Es una meditación que ofrezco gratis desde aquí a quien corresponda, y miren Vds. por dónde, la musicología puede asesorar a la política.
Recoge el Padre Preciado el texto del diccionario musical inglés Grove’s, para indicar que la cadencia andaluza es la frigia, en contraposición a la enunciada en su propia tesis, que ya ha quedado apuntada manifestando ser la dórica. Esta confusión, frecuentísima incluso en tratadistas de relieve, sobre las cadencias griegas, se debe al pandemonium que se organizó en el siglo IV, cuando un notable personaje eclesiástico de aquellas calendas, San Ambrosio, obispo de Milán, himnólogo para más señas, y al que se atribuye la composición del “Te Deum”, por cierto erróneamente, se le ocurrió con muy buena voluntad, recopilar los modos griegos y pasarlos de su antigua disposición descendente, a otra nueva ascendente, en la que se acomodaron después los modos eclesiásticos. El resultado fue que toda la teoría griega fue embarullada de tal forma, que hasta hoy mismo, el espléndido diccionario musical inglés Grove’s (una aventura editorial inconcebible por estos pagos: 20 volúmenes con 18.000 páginas, 32 millones de palabras 2.500 colaboradores, entre los cuales no tengo todavía el honor de encontrarme, pero peor para ellos, y un suplemento especial para aprender su manejo. Pedidos a la Editorial Mac Millan de Londres, previo pago de 300.000 ptas.), decía que este espléndido “Dictionary of music and musicians” -el “new grove’s” en el lenguaje común de los músicos- no parece haberse enterado todavía que la cadencia la, sol, fa, mi, propia del flamenco, no es frigia, sino doria propiamente dicha, como cabalmente apuntaba Dionisio Preciado en su enunciado, aunque incomprensiblemente sin hacer ninguna explicación al respecto, sin duda porque el asunto no está claro todavía para algunos entendidos, al confundirse fácilmente el problema, creyendo que consiste en determinar cuál es o era el ámbito o tonoi -tonoi, cuerda, longitud de canto- de cada modo griego -lo que resulta absolutamente imposible determinar- en vez de considerar que se trata de la disposición de intervalos entre los grados de esos modos, la cual sí tiene aceptablemente deducida la historia de la grafía musical, a medias con la musicología demótica comparada.
La octava característica reunida por Dionisio Preciado, señala la aparente falta de ritmo melódico del cante, especialmente en la seguidilla -recalca-, al discurrir ésta con esa libertad horizontal que escapa a toda medida…-¡Menudo problema es éste! ¡Con el metro hemos topado, Sancho!-, es el viejo conflicto entre ritmo melódico del tema y el ritmo métrico del compás, es decir, lo que trató de explicar Mauricio Ohana con lo que él llama ritmo interno y ritmo externo… Esto no se puede explicar en una parrafada. Es tema para todo un ensayo y al final no se garantiza llegar a una conclusión. Personalmente nunca he conseguido comprobar las explicaciones de Ohana, recogidas por Ricardo Molina y Antonio Mairena en su “Mundo y Formas del Flamenco” {Revista de Occidente. Madrid, 1963). Sirva de impotente explicación que a mí, cada vez que escucho una seguirilla, me da la sensación de descubrir una estructura rítmica y métrica nueva, según a quién se la escucho. En lo que podemos estar de acuerdo, es que esa explicación de Conservatorio, por la que la seguirilla se cree marca un compás binario -el seis por ocho- seguido de un temario -el tres por cuatro- me parece una simplificación, característica de la anodina prepotencia, que puede lucir cualquier músico demasiado cuadriculado para andar por estos temas y en cuyo error participé -todo hay que decirlo- durante la primera etapa de mi introducción en la etnomusicología.
Alude el padre Preciado en la penúltima característica del cante jondo a ese fondo de amargura y tristeza que rezuma siempre por el duende flamenco, evocando a Machado hijo en sus conocidos versos que en esta ocasión, sí queremos transcribir del libro del musicólogo textualmente:
A todos nos han cantado
en una noche de juerga
coplas que nos han matado.
Malagueñas, soleares
y seguirillas gitanas…
Historias de mis pesares
y de tus horitas malas.
Por último, considera a continuación sobre ese aspecto de la improvisación melódica, que no se sujeta ni a una estricta línea musical -como en una pieza de composición académica-, ni a fijación fonética -como en el canto de escuela-, resultando que los diferentes cantaores -o tocaores o bailaores- no cantan -ni tocan, ni bailan- una frase, una copla, de la misma y exacta manera, salvo tal vez en la rutina del profesionalismo. (“La rutina es el burdel”, decía Genet, y se extendía así: “La rutina del arte es el burdel de nuestras galerías, la rutina del saber es el burdel de nuestras escuelas, la rutina del curar es el burdel de nuestros hospitales, la rutina del mandar es el burdel del Poder, la rutina del orar es el burdel de nuestros templos, la rutina del amor es el burdel del matrimonio…”. No dejaba nada el autor de “Las criadas”). García Lorca y Falla fueron igualmente increpadores de la rutina del profesionalismo.
El motor, pues, de la versión de una copla es indirigible al estar movido por impulsos vitales, instintos raciales, estado de ánimo, psicología, condiciones fisiológicas, respiración y un cúmulo de causas improgramables que hacen de cada interpretación una pieza irrepetible, para el oyente que esté a la altura del fenómeno. En el juego de todos estos factores dinámicos y anímicos, está el inapreciable suceso del cante, que aunque se desarrolle por unas estructuras musicales supuestamente dadas, la riqueza de su técnica y el abanico de sus posibilidades, rompe en variaciones sin previsión ni repetición posible. A la guitarra -por no decir al baile- en otro orden instrumental o plástico, les pasa casi otro tanto. Es conocidísima aquella anécdota del compositor ruso Glinka, cuando estuvo en España, que al recopilar sobre la marcha los toques del guitarrista Murciano, le pedía a éste que repitiera la frase que no le había dado tiempo a pasar al pentagrama: -“¡Toque otra vez eso, por favor!” -“¿El qué, esto?” -“No eso no, lo otro…” -“¿Lo qué?” -“¡Lo de antes!” -“¿Esto?” -“¡No, no, así no, por favor… como antes! -“¿Así?” -“¡No, tampoco… lo que empezaba en do!” -“¿En qué?”.
Y claro, como Murciano tocaba lo que se le ocurría dentro del estilo de guitarra flamenca y sin saber por añadidura de música, ni falta que le hacía, no había manera de que se entendieran, porque el guitarrista al improvisar, no debió repetir en su vida dos cosas de la misma forma y Glinka lo que quería, era que tocara igual por lo menor un par de veces, para poder copiarlo. A juzgar por el escaso repertorio que el “Mozart ruso” -según Augustovich Laroche, el generoso biógrafo de Glinka- escribió con motivos españoles, aquellas sesiones con el tocaor Rodríguez Murciano, le sirvieron al aristócrata compositor para algo que resultó ser poco y raro: apenas una “jota aragonesa” fechada en 1845, y un “Nocturno madrileño” que suena más a cosaco que a gitano. Tal vez sean éstas las viejas afinidades de las músicas rusas y españolas, pero lo que se demostró una vez más, es la resistencia tenaz que ofrece el flamenco para dejarse arrebatar su misterio. Habrá que perseverar, para rendirle en el desafío que hemos aceptado sus estudiosos y tras el que solo nos espera un problemático dilema: o fracasa el flamenco en su resistencia por primera vez, o fracasamos los musicólogos… una vez más.
Revista de Folclore
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