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La música en la escultura románica de la Península Ibérica

La península Ibérica es una de las zonas geográficas de Europa que mayor número de testimonios románicos conserva. Entre ellos se encuentran obras señeras del estilo que destacan tanto por sus magníficos programas constructivos como por sus elaborados repertorios ornamentales que incluyen, a veces, labores escultóricas de gran relevancia.
Entre el amplio muestrario de representaciones que aparecen en estos edificios hay abundantes imágenes de músicos y danzarinas que decoran todo tipo de elementos esculturados, desde arquivoltas a capiteles, canecillos, metopas, estatuas-columna e incluso pilas bautismales. En algunos casos se trata de música sacra interpretada por personajes bíblicos, como el rey David, o de visiones celestiales de carácter apocalíptico, como los Veinticuatro Ancianos. En otras ocasiones refieren ejemplos de música profana protagonizada por juglares y juglaresas. En un principio, el estamento eclesiástico se sirvió de estas imágenes con una clara intención ideológica, y con ello trataba de advertir al fiel del carácter condenatorio que llevaba implícito este tipo de prácticas, asociadas comúnmente a una vida licenciosa y desordenada, contraria a los ideales propugnados por la Iglesia. Estos temas calaron muy pronto entre los fieles y, sobre todo, entre los canteros de la época, que tuvieron que acudir a esta simbología doctrinaria. El contexto programático en que se incluyen, o la posición que ocupan en la topografía del edificio, son determinantes para comprender mejor su función y su posible significado.

 

La música profana y la danza durante la Edad Media

 

La música y la danza jugaron un destacado papel en el panorama cultural de los siglos del románico, tanto en los ambientes religiosos como en aquellos relacionados con la vida cotidiana. Sin embargo, como bien señala el profesor Ismael Fernández de la Cuesta, la visión sacralizada que el hombre medieval tenía del mundo que le rodeaba apenas permitía una diferenciación entre música religiosa y música profana. Ambas compartían una cierta sacralidad, más intensa en el caso de la primera y menos evidente, pero no ausente, en la segunda.

 

En la Hispania visigoda tenemos algunas muestras del doble uso de la música, tanto en los actos religiosos como en los civiles. San Isidoro dejó constancia de ello en su tratado De música, que forma parte de las Etimologías:

 

“Se utilizaba [la música] no sólo en las ceremonias religiosas, sino en todo tipo de solemnidades y todas las circunstancias, alegres o tristes. Pues del mismo modo que se cantaban himnos en los cultos religiosos, así también en las bodas se entonaban cantos de himeneo, y en los funerales, trenos y lamentos al son de la tibia. En los banquetes, la lira o la cítara circulaba entre los comensales para cantar cantos idóneos”.
En ninguno de los textos isidorianos se prohíben expresamente los cantos profanos; es más, tanto en las Etimologías como en su Regla se da por hecho que esta música tiene un lugar dentro de la vida secular. Incluso se insiste en la conveniencia de cantar durante el trabajo, pues las melodías tenían la facultad de atenuar la fatiga. Eso sí, el obispo de Sevilla diferenció en este caso el canto profano del sagrado:
“Si los artesanos seglares no cesan de cantar durante sus propias tareas canciones amorosas obscenas y emplean su lengua en cantares y fábulas, sin dejar de la mano el trabajo, ¡cuánto más los servidores de Cristo deben tener en sus labios la alabanza de Dios y ofrecer con sus lenguas salmos e himnos mientras efectúan trabajos manuales!”.

 


Contrario a esta práctica entre los monjes era san Fructuoso, que en la Regula Communis mostró su oposición a este tipo de distracciones musicales durante el trabajo:

“Si han de recitar háganlo en voz baja. Ahora bien, entonar salmos o himnos sólo deben hacerlo los que descansan o están ociosos, si es que no quieren estar callados”.

 

En algunas festividades religiosas estaban prohibidos los entretenimientos musicales de carácter profano. En el Codex Calixtinus se citan una serie de faltas que podían provocar la condenación del que las cometiera:

 

“Pues quienes hayan incurrido en vergüenzas o frivolidades o en palabras ociosas, o riñas, o estupros, o en adulterios, o hurtos, o embriaguez, o juergas ilícitas, o hayan hecho o contemplado diversos juegos propios de juglares, o cantado o escuchado canciones picarescas, si no se arrepintiese con certeza, se condenarán”.

 

Los bailes y las danzas también fueron vistos como algo pernicioso y diabólico, pero las diatribas contra ellos y las reiteradas prohibiciones no hacen más que certificar su extraordinario arraigo entre las gentes del pueblo. Así, a finales del siglo VI, el III Concilio de Toledo prohíbe bailar e interpretar cantos obscenos los días de fiesta, costumbre que debía estar muy extendida, pues a ella hace también referencia, en el año 595, Liciniano, obispo de Cartagena:

 

“Ojalá el pueblo cristiano, si es que no va a la iglesia en domingo, por lo menos hiciera algo de provecho y no se dedicara a los bailes”.
De la pervivencia de estos hábitos en época posterior da cuenta un manuscrito del siglo IX titulado De saltationibus respuendis que se conserva en el Archivo de la Catedral de León (Ms. 22, fol. 156). En el sermón que contiene no se hace distinción alguna entre bailes honestos y obscenos, pues para la Iglesia todos llevaban a excitar las malas pasiones. Las reiteradas prohibiciones por parte de los obispos y de muchos autores cristianos aminoraron este tipo de prácticas, aunque jamás fueron del todo erradicadas ya que la danza era consustancial a cierto tipo de música, especialmente a aquella que acompañaba a las celebraciones de carácter profano.
En los ambientes cortesanos la música y la danza tenían otra consideración, al menos eso es lo que se desprende de algunos textos medievales donde se narran momentos de alegría y celebración. Chrétien de Troyes describe en El caballero y el león una escena de júbilo en tan expresivos términos:
“[…] campanas, cuernos y trompetas resuenan tan fuertes por el castillo que no se oirían los truenos de Dios. En su honor danzan las doncellas y suenan flautas y violas, panderos, tímpanos y tambores; en otra parte dan saltos los ágiles jóvenes; todos se esfuerzan en demostrar su júbilo y con esta fiesta reciben a su señor tal como es menester”.
Las fiestas de la corte, las bodas, los banquetes y las paradas triunfales estaban siempre rodeados de una gran parafernalia en la que nunca faltaban músicos y juglares, muchos de los cuales llegaron a gozar de la protección de los reyes y nobles. Recordemos el caso del Cid y de su generosidad para con los juglares que aderezaron las bodas de sus hijas, a los cuales obsequió con abundantes paños.

Escenas de músicos y danzarinas en el arte románico

Ciertamente, durante el período románico no cambió esta actitud hostil de la Iglesia frente a la música y la danza, y ello quedó bien reflejado en las artes plásticas. Es sabido que la música sacra estuvo representada en su mayor parte por la figura del rey David –que, como autor del Libro de los Salmos, solía portar en sus manos un cordófono (bien un arpa, un salterio o una viola)– y por los Ancianos del Apocalipsis, que frecuentemente iban provistos de un variado instrumental con el que se pretendía exaltar la beatitud celestial. Ejemplos elocuentes de ello son las portadas de Santo Domingo de Soria, Ahedo del Butrón, Moradillo de Sedano, Cerezo de Río Tirón y la colegiata de Toro. En este mismo sentido se incluían los ángeles portadores de tubas o trompetas con las que alertaban sobre la proximidad del Juicio Final.

Por el contrario, la música profana encontró acomodo en escenas juglarescas dotadas por lo común de un trasfondo moralizante. Los juglares eran personas que se ganaban la vida ante un público al que entretenían con música, danza, acrobacias, juegos malabares, mímica y otras habilidades, entre las que destacaban la narración de hechos heroicos y el recitado de historias jocosas. En sus funciones incluían canciones compuestas por trovadores, relatos épicos, cuentos populares y pasajes hagiográficos. Podemos imaginar, como cosa lógica, que sobre ellos pesaba la condena del estamento eclesiástico, que veía en tales artistas un grupo de vagos y marginados. Sin embargo, no todo podía contemplarse como una juglaría licenciosa, pues había juglares de arte noble que en nada se asemejaban a los que cumplían su oficio con tosquedad. Tampoco su condición social era la misma, ya que muchos se veían obligados a mendigar de aldea en aldea mientras que otros eran menos dados a los caminos y habían alcanzado comodidad y cierta fortuna.

 

En el arte románico se identifica al juglar como un personaje que porta un instrumento musical, baila o se contonea, bien dentro de una escena narrativa acompañado de otras figuras, bien de forma aislada. Su uso en los repertorios ornamentales de las iglesias estuvo muy extendido. Los canecillos, como marco propicio para temas secundarios, fue el emplazamiento idóneo para ubicarlos, pero no el único, pues también pueden encontrarse en portadas, claustros, pilas bautismales y otros lugares.

 

Compañeras inseparables de los juglares eran las juglaras o juglaresas, que entretenían al público con sus cantos y sus bailes. Sabemos poco sobre los movimientos y los pasos que daban lugar a estas danzas, pero una fuente de conocimiento sobre este punto, demostrativo de detalles técnicos, consiste en las representaciones que aparecen en la escultura románica, aunque debe tenerse en cuenta que casi siempre se trata de figuras codificadas y a menudo utilizadas en contextos muy diferentes. Las composiciones más frecuentes son las que están formadas por uno o varios hombres tocando instrumentos de cuerda, y junto a ellos una o más mujeres bailando. Parece que eran típicos de éstas el contoneo lateral de cintura, la torsión completa del cuerpo hasta formar un arco, y los ritmos oscilantes. La figura más repetida es precisamente la contorsionista que lleva el cabello suelto y describe con su cuerpo un arco casi perfecto. Esta postura es habitual en algunos ejemplos del románico aragonés, especialmente en la zona de Cinco Villas, pero también la podemos encontrar, con ligeras variantes, en iglesias palentinas, tanto en arquivoltas (Santiago de Carrión de los Condes, Perazancas de Ojeda y Arenillas de San Pelayo), como en capiteles (Moarves de Ojeda) y canecillos (Revilla de Santullán y Montoto de Ojeda). En otras ocasiones la juglaresa adopta una actitud menos acrobática, y mantiene el cuerpo erguido y los brazos en jarras, como sucede en los templos burgaleses de Hormaza y Tabliega de Losa.

Menos frecuente es la aparición de parejas bailando, escena que posiblemente se quiso representar en un capitel de la portada de Moarves de Ojeda, donde dos personajes, uno masculino –con barba y melena– y otro femenino, se abrazan y entrecruzan sus piernas. Dicha escena se enmarca en un contexto festivo que se completa en los capiteles contiguos con dos músicos tocando instrumentos de cuerda, dos bailarinas, y lo que parece una escena circense de doma o lucha con fieras. Algunos investigadores han querido ver en ella a Sansón desquijarando al león.En cualquier caso no hay que olvidar que estas muestras no obedecen a fórmulas fijas y las excepciones son abundantes, al igual que las combinaciones que se pueden establecer con las diferentes figuras. Pocos temas como éste se han adaptado a tantas escenas y lugares. Es posible que incluso algunos pasajes bíblicos hayan servido para difundir los prototipos formales de la iconografía juglaresca. De esta manera, Salomé podría haber sido el paradigma de la bailarina, como el rey David lo fue del músico. Sea como fuere estos modelos se repitieron hasta la saciedad, y en muchos casos se convirtieron en simples temas decorativos ajenos a cualquier trasfondo moralizante.

Los instrumentos
Por lo que respecta al instrumentario que acompañaba a este tipo de música hay que decir que las referencias que aparecen en los textos de la época no son muy claras, pues se limitan a enumerarlos sin detenerse en su descripción. El Codex Calixtinus recoge algunos instrumentos que portaban los peregrinos que se daban cita junto al altar de Santiago:
“Unos tocan cítaras, otros liras, otros tímpanos, otros flautas, caramillos, trompetas, arpas, violas, ruedas británicas o galas, otros cantando con cítaras, otros acompañados de diversos instrumentos, pasan la noche en vela”.
Gran parte de este instrumental, especialmente las tubas, liras, cítaras, violas o fídulas, salterios e incluso el famoso organistrum o viola de rueda, fueron representados en la escultura, la pintura y la miniatura románicas. Ahora bien, este tipo de manifestaciones iconográficas hay que contemplarlas como elementos al servicio de una estética no siempre realista, de ahí que en ocasiones sea difícil identificar el objeto que se quiere mostrar. El escultor románico no solía preocuparse por los detalles organológicos, pues su pretensión no pasaba por reproducir exactamente el objeto, sino por la plasmación de una idea conceptual del mismo.
Las muestras más completas de aquel instrumental nos las ofrecen las representaciones de los Veinticuatro Ancianos del Apocalipsis que decoran las ya mencionadas portadas de Santo Domingo de Soria, Ahedo de Butrón, Moradillo de Sedano, Cerezo de Río Tirón y Santa María de Toro. En todos estos ejemplos la escena se ajusta al texto bíblico: “…sobre los tronos estaban sentados veinticuatro ancianos, vestidos de vestiduras blancas y con coronas de oro sobre sus cabezas (Ap. IV, 4)… teniendo cada uno su cítara y copas de oro llenas de perfumes, que son las oraciones de los santos” (Ap. V, 8). Se trata de auténticos grupos instrumentales en los que los personajes aparecen afinando o tocando instrumentos de variada naturaleza (cordófonos de cuerda frotada o de cuerda pinzada, e instrumentos de percusión y de viento). Con mayor o menor detalle hay representados rabeles, violas de arco ovales –o bien en forma de ocho–, arpas, cítaras, salterios, flautas de pan y, ocasionalmente, algún organistrum. Aunque son escenas muy narrativas, no llegan a alcanzar el grado de realismo ni la calidad plástica de las figuras que componen el mismo tema en el Pórtico de la Gloria compostelano.
Salvo alguna excepción, como el caso del organistrum, el resto de los instrumentos aparecen también representados en las escenas de carácter juglaresco. Los más frecuentes son los de cuerda frotada como el rabel o la viola de arco (fídula), que podemos ver en la decoración escultórica de muchas iglesias románicas. El mayor número se concentra en iglesias palentinas (Carrión de los Condes, Vallespinoso de Aguilar, Montoto de Ojeda, Moarves de Ojeda, Perazancas y Dehesa de Romanos) y burgalesas (Vallejo de Mena, Torme, Condado de Valdivielso, San Pedro de Tejada, Bárcena de Pienza, Hormaza, Rebolledo de la Torre, Fuenteúrbel, la pila bautismal de Mahamud, entre otros).
Instrumentos de cuerda pinzada, como las arpas, las cítaras y los salterios, son menos frecuentes. El caso más significativo y de mayor calidad es el que aparece en una de las dovelas de la portada de Santiago de Carrión de los Condes donde un personaje toca un arpa de doble cuerda. Este mismo modelo se repite, sin apenas variantes, en un capitel de Moarves de Ojeda y en un canecillo de Rebolledo de la Torre. Por otra parte, el salterio está perfectamente representado en la arquivolta de la iglesia parroquial de Perazancas de Ojeda, mientras que la cítara aparece en manos de uno de los músicos que decoran la fachada del Cordero de San Isidoro de León.
Los aerófonos, además de ser escasos, son los que ofrecen mayores problemas de identificación. El elemento más común es la flauta, como vemos en Matalbaniega, Revilla Cabriada o San Martín del Rojo, aunque también encontramos otros instrumentos de más complicada definición. La portada de la iglesia burgalesa de Miñón incorpora una curiosa decoración escultórica que incluye una arquivolta figurada con músicos que portan diversos instrumentos, algunos de ellos de viento. Uno de ellos toca una especie de flauta policálama o de pan, que sólo hemos visto en uno de los ancianos de Moradillo de Sedano y en la localidad de San Andrés de Soria. Otro sostiene sobre las rodillas un curioso artilugio en forma de barril que está provisto de una embocadura vertical por la que parece insuflar aire. Se ha interpretado este objeto como un tonel de vino, y al personaje que lo sujeta como una representación de la embriaguez, lo cual se asociaba habitualmente a los juglares.
Es evidente que existen figuras donde el rústico se afana vorazmente en la bebida o transportando a hombros el recipiente, como vemos en algunos templos burgaleses (Monasterio de Rodilla, Espinosa de Cervera, San Miguel de Cornezuelo y Crespo). Sin embargo, en otros casos, como el de Miñón, la imagen plasmada trasluce cierta ambigüedad por cuanto el protagonista posa la barrica sobre las rodillas y sopla por una especie de boquilla aplastada. La misma actitud y similar instrumento aparece en sendos canecillos de Tablada de Villadiego y Villamayor de Treviño, y mucho más detallado –merced a la calidad técnica de su maestro– en un capitel de la portada palentina de Moarves de Ojeda. En esta última, un personaje de larga cabellera y poblada barba sostiene el mismo tipo de barrilillo ovoide, en el que algunos autores han querido ver una especie de fusión entre un mirlitón y un membranófono de barrilete. Es posible que el aire insuflado a través de la embocadura produjera algún sonido al salir por alguna pequeña abertura practicada en las membranas laterales, que al mismo tiempo podían ser percutidas. En cualquier caso el resultado sonoro suponemos que sería tosco y contundente, buscando tal vez el sentido jocoso provocado por la distorsión tímbrica.
La iconografía musical del románico es abundante y variada, pero las noticias documentales sobre la realidad instrumental del mismo son muy escasas. En Francia se han llegado a registrar cerca de trescientos motivos de estas características, y en España es posible que se supere esta cifra. Sin embargo, hay que tener en cuenta que los instrumentos esculpidos sólo suponen una mínima parte de los que en realidad existieron en aquella época, quizás los más conocidos o los más fáciles de representar. Ya hemos dicho que el objetivo del escultor no era tanto reproducir fielmente el instrumento como sugerir una idea. Lo que resulta evidente es que la música estuvo estrechamente relacionada con el arte y las costumbres sociales del momento, y de modo especial la música profana, que, aunque denostada y condenada por la Iglesia, sirvió para romper la dura monotonía de las aldeas y hacer más llevadera la vida de sus gentes.
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